domingo, 27 de diciembre de 2020

El Diablo Ensaya... / Cuarta entrega

 Javier Acosta Romero

  

          Siempre el raro es él, que disfruta ese aire de afuera, que conserva en su piel el luminoso sol de las mañanas, que siente los pasos camino al comedor como si pisara una luz pura, una sensación de levedad, necesaria para abordar con ligereza los almuerzos cotidianos.

            –¿Todo bien, Pancho?

            –Sí, padre.

            –Y, ustedes dos, ¿ya están listos?

            –Con la pistola desenfundada, papá...

            –Desenfundada y con cargadores extras, jejeje...

            –...Algún día –Mastica el papá– deberíamos esforzarnos en perder dinero. Ya basta de ganar... Es algo que debe ser posible, ¿no lo creen?

            –Ha de ser, jejeje... –responde el más pequeño–, cuando gano menos de lo que esperaba sufro igual, como si perdiera.

            Mastican las verduras caramelizadas.

            –¿En serio, Perico?

            –...Si no gano lo planeado me frustro, papá, lo siento como si perdiera la vida en una dimensión a la que ya no puedo regresar si no es con ganancias.

            –¡Bravo! –Irrumpe Francisco y bromea–, mi hermanito es una prueba más de que el dinero no es todo en la vida ni es trascendente en los negocios. ¡Perico ya es un adicto, papá!

            El menor construye la respuesta y la tiene ya en la punta de la lengua, pero le gusta también la manera en que brotan las venas en los músculos de su antebrazo al momento de arrojar la servilleta en la cara de su hermano...

            –Soy un adicto a querer siempre más. ¿Cuál es el pedo?

            Nadie responde, porque saben que lo siguiente llevará la servilleta de cada uno a la oquedad de la boca de cada cual. Eso, Perico lo desea, resbala el impulso por su mirada que denota además una singular ingesta drogadicta. Perico es el único que escucha los cubiertos cual potentes bombarderos contra los restos de comida. Pero disimula. Todos disimulan. Llevan su energía a dejar en claro el cansado gesto, segundos necios donde el papá limpia intensamente sus comisuras con la idea que a diario lo aligera:

            –La única manera de perder todo lo que tenemos, será si nos desaparecemos unos cuantos días, o todo un año, o toda la vida.

            Francisco esculca en la intención de esas palabras...

            –¿En realidad lo crees?

            El papá descubre entonces que pensó en voz alta y su primera reacción es natural: lo niega; se sonríe; enrojece; hace muecas. Es torpe en su respuesta que no les dice nada:

            –Mmmmm-ññññññ-ahhhh... sí.

            –Pues estoy contigo, papá. Es buena idea –canta Períco, que devora más fideos vietnamitas.

            Los otros dos no esperaban menos e inevitablemente ríen a carcajadas.

            Perico se lanza sobre ellos, desordena la mantelería mientras infesta con tela las oquedades babosas de sus hermanos:

            –Sí –sus músculos son ágiles tenazas–, yo mismo los mataría, puedo verlos reventados por completo, sin ningún pedazo de carne que asegure al mundo que ustedes existieron.

            –¡Jahahahahaha! –Los hermanos se pierden en la poca resistencia para terminar huyendo de la mesa, con su papá absorto en el paréntesis creado con estruendo (cachorros al fin): platos caído, sillas chirriantes y tanta comida disparada en todas partes.

            Perico tiene euforia para regalar.

            El mayor y Francisco, más conscientes de que su padre sigue en la vida, firme en su silla, retoman la formalidad de las mañanas. Usan las mismas servilletas que sacaron de sus bocas, ladean la cabeza, estiran el cuello y la espalda... Mastican... Sonríen entre ellos, se congracian con su padre.

            –A mí parecer –dice el mayor– lo tuyo me suena a una excelente película. En lo que pueda, quiero ayudarte...

            –Empieza entonces con envenenarnos el desayuno de mañana –Lo reta su papá.

            El primogénito sabe dónde terminará esto.

            –...Puedo hacerlo, envenenarnos tantito, pero dile a nuestros agentes que me lo permitan.

            Silencio.

            Y continúa:

            –Nuestros agentes siempre te obedecen. No hay necesidad de que nosotros lo hagamos. Ellos pueden.

            El papá mastica un trocito jugoso de pollo adobado, se sabe el artífice de este laboratorio familiar desprovistos de su propia historia, sin el pasado de una esposa, de una madre engendradora, o de otra parentela a la que puedan invitar o visitar. Las lágrimas le atascan la garganta. Pasa saliva. Ya no le importa si está pensando o si lo dice desde los pulmones...

            –He tenido ganas de matarlos, y sí, he intentado matarlos, no sólo matarlos a ustedes, matarnos. Nuestro cuerpo de seguridad no es el problema... ellos nunca intervienen... ni se enteran... Es algo peor, les he puesto a ustedes el cañón de una pistola mientras duermen, una espada, un cuchillo, una escopeta. He hecho el esfuerzo por matarlos, y al tratar de liberar ese impulso asesino, algo siempre se interpone... Hasta he traído bombas para detonarlas, y las activo pero nunca estallan. No pasa absolutamente nada...

            Los hijos dejan de comer, bajan la vista para no avergonzar a su padre con las tantas lágrimas que le escurren por la cara sin limpiarse ninguna; algunas caen en la taza de té...

            –También he intentado prenderle fuego a este edificio... He mandado a un grupo especializado a que arroje sobre nosotros misiles dirigidos con laser, o que saboteen nuestro helicóptero y toda nuestra flota de transporte... Pero nunca nada; somos malditamente intocables, prodigiosamente invencibles...

            Silencio. No sabe si sus hijos lo escucharon o disimulan que realmente nada ocurre porque, lo más seguro, es que realmente nada ocurre.

            –Papá –dice Perico–, si en serio quieres tanto unas vacaciones, tómalas y ya...

            Ríen los otros, y aprovechan para pasar a otros asuntos. El mayor despepita, dice que hay una nueva viuda, la recepcionista de la sede en Polanco, tan hermosa muchacha y simplemente su viudez la ha convertido en apestada... Pues apúntate hermano.

            –Apúntate tú a ver si así se te quita lo putote.

            –Yo lo digo por ti, para ver si lo puto lo confirmas y me dejas a la Chela esa, de los Aguinaga.

            –Te dejaré pero bien pendejo o, si quieres emparentar, ahí está la mayor, culta y todo... igual y te quita la cara de asno que le pones las veces que te pide la invites a salir...

El Diablo ensaya... 4 (Fragmento. Javier acosta 2020). 


domingo, 20 de diciembre de 2020

El Diablo Ensaya... / Tercera entrega

Javier Acosta Romero 


 

            Si alguien supiera que Gonzaga vivía en la tercera puerta a partir de la esquina más cercana, sabría también que la casa está vacía. Hasta la llave de entrada se ha perdido. El origen de la vida en esa casa se ha olvidado. Sólo es que den las siete de la noche para tocar el capulín que le sirve de sombrilla, compañero o tótem y, una presencia, se materializa, ya sea como niño o como señora, como oficinista o como obrero, tendera, médico, lo que quieran, hasta un futbolista de la cancha más cercana... Siempre con el mismo discurso:

            –Soy el diablo –le dicen.

            –No es cierto –les responde.

            –Sí lo soy.

            –Eres demasiado humano para serlo.

            –Te lo demostraré. Mataré a todos los habitantes de esta pendeja calle y solamente a ti te dejaré vivir.

            –No, por favor –les suplica falsamente a todos–, ya he perdido a muchos como para que otros tantos mueran nomás por dudar de que eres el diablo.

            –Entonces, ¿ya me crees?

            –‘Te lo creo’.

            –De todos modos mataré a los de esta cuadra.

            –Por favor –suplica como si pidiera tres tacos de canasta–, sólo mátame a mí, yo soy el pendejo que dudó, nadie más. ‘Te lo suplico’.

            –Está bien.

            Y una nueva ramita nace en el tronco del capulín, lleno de nudos gimientes, todos con el mismo rostro de Gonzaga, agradecido con no creerle nunca al diablo, día a día, esclavo en una calle que nunca tiene para cuándo desaparecer, con todo y los esfuerzo que se han hecho en los alrededores, como el café De los buenos días o el salón de fiestas que está al otro lado. O la tortería que devino en heladería para luego ser tortería de nuevo y al final un práctico expendio de comida corrida. O el bar de la contraesquina, dos pisos de mesas que nunca duermen aunque estén vacías. O los tacos de parrilla que atienden al lado opuesto los fines de semana, en uno de los costados del palacio industrial de Loreto, devenido en vecindad de comercios, atragantados por el museo de una muerta. Por eso es bueno regresar a la esquina, observar que sólo queda el capulín, el largo sillón maltrecho de Gonzaga y, a unos cuantos pasos, la clínica misteriosa atascada de ancianos que llegan a hacerse pruebas químicas con la locura de querer recobrar la salud perdida... O encontrar, a un ladito, la sucursal bancaria (lado posterior del maldito consorcio global todavía norteamericano), que sólo ofrece una salida de emergencia. O el agujero de más abajo, con unos cuantos pasos se alcanza, ahí entran los carros a un burdel de mercancías que dan a la otra calle, esa sí concurrida, artificial y bendecida con el tráfico permanente de Revolución, el final de la avenida. Por eso regreso con Gonzaga, dormido y despierto, todo un faquir del altiplano; complementa su cena con el olor de la panadería informal que se abrió junto al café Delosbuenosdías, donde con abrir una ventana se atiende a la clientela escasa del barrio y a la masa trabajadora que circula a diario: pedidos de conchas de chocolate, donas de chocolate, cuernos rellenos de chocolate, rebanadas de vainilla con orillas de chocolate... Ahhh, el chocolate... Gonzaga define la carga de aceite que afecta el olor de tanto chocolate mientras responde a las voces que se acallan con los días, mientras súplica, tan falso como tantas oraciones, para que nadie más se muera en esa calle.

 

3

O los hermanos, claro. Entre los dos les es más fácil todo, y es siempre mayor la recompensa. Porque solitos, puede uno hacerle al loco y nada pasa, el universo se calla ese secreto. A menos, claro, que el diablo haga presencia y exija a ese par la corrección debida para que no terminen iguales a su padre, que por algo nunca conocieron.

            La vida de ese par de niños no existiría sin el diablo. Mejor es que le teman, porque el ejercicio de la disciplina lo desconocían. Sí, la disciplina es cosa del diablo y de quien se deje gobernar... Cae el sol y las lámparas del alumbrado público se encienden, es hora de regresar a casa antes de que el diablo llegue, porque si encontraba al par de hermanos afuera, los encerraba de pie en el pequeño armario, sin posibilidad alguna de estirarse ni de ir al baño, hasta la mañana del día siguiente. Y si hicieron sus cochinadas, debían lavar antes de irse a la escuela. Y, la tarea que no hicieron, la harían como fuera, ¡pues qué!, son las seis de la mañana, en dos horas se puede todo; y allá ustedes si me mandan llamar por su huevonería!!!

            ...Era preferible meterse a tiempo a casa, escuchar a su mamá hacer la comida (si la había: mamá, comida o ambas) y observar la tele, pendientes de la puerta, que tiembla (podían jurarlo) cuando el diablo encaja la llave, la gira y entreabre. ¿Todo bien? ¿Qué creen que traje? Y si la mamá estaba, era la única que respondía “no sabemos, ¿qué es?” Y el diablo lanza una carcajada, dilata la respuesta hasta agarrarle las nalgas a la dama porque, pobre si no estaba, cuando por fin llegaba la mujer.

            Era la recámara un cuarto de torturas, un interrogatorio exhaustivo sobre todos los pasos extras que ella dio “inesperadamente” para visitar a una hermana, encaminar al abuelo, ir al mandado... El diablo nunca le creía (ni los hijos, ¿cuál abuelo?) Por la mañana la mamá disimulaba con torpeza el dolor de su cuerpo torturado. Nada de abrazos, vámonos ya, hijitos, sus cosas mis amores, otra vez no se peinaron, como si no existiera el cepillo (no existía). El diablo, en tanto, se perdía en las mañanas, no estaba en la recámara ni en el baño; nunca lo veían a esas horas ni escuchaban la puerta si se iba. --------------------------------------------------- Lo único que podían jurar era que el novio de su mami se iba con las sombras de la noche (literal), sin cuerpo, sin voz, sin remordimientos. Se iba con las sombras entrada la mañana.

 

4

Nadie recuerda desde cuándo esa calle es tan oscura, pero lo achacan a la construcción de la acera de enfrente, que nadie recuerda tampoco cuándo se construyó. Un edificio de ocho niveles cuya posición y amplitud sólo permite que los primeros rayos de sol entren a las casitas (media hora, no más), el resto del día son las sombras, su frialdad inquietante. Los dueños de la construcción pensaron en la renta que cada piso les debía proporcionar; barata, 30 mil pesos, y la planta baja la dividieron en tres para que cada comercio soltara su cuerno respectivo. Además, la azotea era para los dueños, que utilizaron la estructura como cimiento para una residencia muy modesta de 800 metros cuadrados... De vez en cuando, desde lo alto, uno de los residentes va a asomarse a la parte oscura de la calle para observar al viejo Gonzaga discutir con algún diablo de gente; y alcanza a ver a los hermanos jugar desenfrenados, famélicos, aprovechando al máximo la ausencia de su madre, una joven que daba pinta de no ser madre de ningún chamaco ni de nadie... Y, claro, la otra vecina, ahí va, como siempre, rumbo al café “De los buenos días”, siempre perezosa y separada de su familia.

            Cuánta alegría veía en todo eso comparado con la sobriedad que él vivía en las alturas. Es momento de regresar a casa. Le da la espalda a la penumbra, sin ganas de quedarse deslumbrado con el sol de esa mañana, pleno y juvenil, por eso camina con pasos inseguros, directo al umbral del comedor, donde su padre está en convite junto con sus otros hermanos. Con modestia, admira a su padre y a sus dos hermanos mientras atacan el menú asiático que acostumbran desde hace algunos meses; sus preferido son los fideos vietnamitas... Aunque es triste también el desapego que siempre llega rápido sobre las cosas favoritas: antes de los fideos fueron los albondigones de arroz japonés, y más atrás prefirió las lonjas de pescado cocidas con sal... Pero en lo profundo de la sinceridad, extraña las pelotas de carne y arroz con chipotle, y las masas de sabores que bebían como atole o champurrado... Tiempos que se debaten en otros tantos sabores olvidados, con la presencia del papá cada vez más insustancial, igualito a las actividades de su par de hermanos recién salidos del gimnasio, olorosos a esa colonia con que intentan cubrir las potentes emanaciones de su hedor...

El Diablo ensaya 3 (Fragmento) Autor: Javier Acosta Romero. 2020


viernes, 11 de diciembre de 2020

El Diablo Ensaya... / Segunda entrega

 

            –Tengo entendido que tú eres la joven Amalia Mitzytlini... y que quieres tu libertad. Traigo conmigo un breve contrato, pero podemos negociar las cláusulas...

            Mitzy le pide que la espere en el café, a espaldas de la casa, el de “Los buenos Díaz” Tú ya sabes, creo. Y lo sé, hasta ahora, porque... no todo es importante para el diablo.

            Con mis zapatos en imitación de algodón y suelas sintéticas, camino hacia el café, seguro con que la muchacha irá detrás, a una distancia apropiada para poder estudiarme y convencerse...

            Pero cuando Mitzytlini perdió de vista a tan inesperado galán, lo primero que hizo fue soltar el picaporte. Rezaba por fin un padre nuestro y no sabía a dónde llevar sus pies helados, o a dónde huir porque estaba en el lugar donde se sentía más segura en el mundo.

            ¿A dónde escapar? Se pierde en los versos del Padre Nuestro y termina el estribillo de una canción que le escuchó a su hermano, sin por ello acertar del todo... Porque se fue, porque murió; porque el Señor se la llevó... Se ha ido al cielo y, para poder seguir, debo ser muy buena para estar con él, Dios, amén.

            Es algo más que puros nervios. Tiene la enorme certeza de que el Padre Nuestro no funcionará. Tiene consigo un jabón de trastes y zacate. Talla la pared del cuarto hasta desaparecer toda la sangre dispuesta en el diagrama, pero conforme borra, la herida en su mano vuelve a abrirse...

            En la cafetería de Los buenos Díaz, el recién llegado sorbe su bebida arábiga, una mezcla de altura con sabor vainilla. Agrego, además, dos sobrecitos de azúcar mascabada para neutralizar la acidez y exaltar la vainilla...

            –¿Otra cosa, señor?

            –Sí, quiero que...

            El muchacho enfría de golpe el pensamiento... Observa sin querer la hondura de mis ojos en destellos de fuego. Suda frío.

            –Cuánto lo siento –le digo.

            Chupo mis labios, pongo al descubierto mi lengua viperina y se eleva el efecto nocivo de mis ojos. El muchacho, sin controlarse, tiembla frío.

            –Perdón en serio –Insisto, de manera que suena más a maldición–. No se me da… ser cálido cuando alguien, como tú –Toco su frente al señalarlo–, intentas engañarme.

            La carne del muchacho, sus músculos, su cuerpo, no obedecen la emergencia de salir huyendo. “El diablo ríe”. Yo, me río. La oleada de los primeros clientes ya pasó. Se encuentra abandonado.

            Me echo a reír como un dios vencido. Es mi carcajada un bufido que nace de la matriz del mundo; apestoso, telúrico, espásmico... el aliento de mis fauces atosiga al joven; quisiera decir que lo corrompo... aunque solamente tiembla. Su voz tiembla...

            –...Son cin cuen ta pe sos .

            –Toma mil... –Sonrío–. A menos que prefieras cincuenta mil.

            El joven despachador me observa un poco más. Aquellos dedos largos juegan con un billete de mil, notando sin esfuerzo las más de cinco extensiones de la mano, asidas al contorno rosáceo del billete...

            –¿...Es un re ga lo ? ? –Reza en su interior un Padre Nuestro, lo sé, vibra en la cafetería y un poco más allá.

            –Imbécil –le digo con ternura–, regalado no te puedo dar nada.

            –Es tá bi en –Su mueca vislumbra algo de alegría.

            Termina de rezar en su interior y se concentra en cantarle ahora al Espíritu Santo, igual y como su madre le insistió las veces que lo encontró frotándose en el trasero de una vecinita, contentos con jugar al papá y a la mamá.

            Esos versos, o el canto en sí, siempre me apaciguan. Y al instante crece el alma del que reza, hasta tomar confianza para crecer un poco más y asomarse en mis pupilas. Se ciega con ternura por el resplandor de los valles de la muerte, donde todo se quema. El tiempo se quema. La espada se quema. Los cuerpos se queman. Las ideas. Mi memoria. Dios, que tanto queman, se quema, revuelan sus cenizas, conforma las cosas del presente, que se queman de nuevo para abrazarse al polvo y vivir en la ceniza... Una buena idea de la eternidad.

            “Lo que algún día nos dio amor o un poco de alegría, nunca vuelve –El muchacho me escucha en su pensamiento–. “Y si nos dio todo el amor y toda alegría, tampoco vuelve”.

            Eso son mis ojos, los valles de donde nada vuelve. Poco o todo, mueren las cosas, mi resplandor, el miedo en la piel tras el mostrador de tan limpia cafetería. Son mis ojos la ventana a un mundo que se gobierna solo. Jamás me necesita.

            –...Es tá bien, a mi go –dice quedo–. Es tá bien. Es gra tis pa ra us ted.

 

*

Mitzy sabe que la pequeña hemorragia no va a detenerse. La cita en el café de “Los buenos Díaz” se vuelve inevitable; todo lo que toca lo embarra con la sangre de la herida abierta: su ropa, las sábanas, el celular... donde marca un número e igual ensucia su pequeña pantalla sin alcanzar a ver al que llama. Confía todo a su memoria.

            –¿Oldas? Por favor, tienes que ayudarme.

            –Mitzytlini, ¿qué te pasa? –Afortunadamente es la voz de Oldas.

            –Recordé tu historia de los exámenes que pasaste sin estudiar... Creo que acabo de hacer una estupidez pero sé que puedes ayudarme...

            –Mitzy... Dulce Mitzy...

            –Oldas –Era su voz pero... aquel tono–. Oldas, amigo, ¿eres tú?

            –Habla el dueño de Oldair –le digo.

            –¿...Qué?

            –Ya sabes quién soy, aunque no sólo me gusta ser el diablo, también me gusta ser el espantoso, el babilonio, el dragón, el cabra, el calumniador, el tentador, el fiscal, el pentasexuado,  el hermoso-horrible... El amo de Oldair... el mismo Oldair ocupado por mi ser... y tú, Mitzy, también, próximamente, ya que escuché un “sí” escasamente inteligible... ¿Lo recuerdas?

            Cuando terminé de presentarme, el cuerpo de Mitzytlini (todavía dueño de su voluntad) ya se había decidido a reaccionar con esa sensación de frío en exceso, donde no solamente se hiela el cuerpo sino también el corazón y las ideas. Se espantó. La cortada continuó su cauce carmesí para humedecer todo el entorno hasta vaciarse el corazón de la muchacha.

 

2

Se puede decir que se aparece el diablo. O creer que se aparece el diablo…

            Repito. Se aparece el diablo, uno lo cree y lo puede platicar… O no creerlo. De todos modos ocurre: se aparece el diablo. Incluso, se puede juntar la comunidad para tratar el asunto de las apariciones continuas del diablo ya que su fama empieza a llamar la atención de los atrevidos que lo buscan y de los despistados que lo encuentran... Oldair lo vivió, Mitzy también, y son de los casos menos sonados. Los otros… casos. Esos, todos los días se repiten. Como el caso del viejo Gonzaga, quien se cita siempre al pie del mismo árbol, en la esquina de la calle que lo vio nacer en las primeras décadas del siglo pasado... Nada ha cambiado y, según dicen, nada cambiará a pesar de los grandes comercios que lo asfixian de a poco, pero nunca la esquina donde Gonzaga ocupa su sillón para pasar las noches bajo la frágil luz de esta calle.

El Diablo Ensaya 2 (Fragmento) Autor: Javier Acosta - 2020


viernes, 4 de diciembre de 2020

EL DIABLO ENSAYA... / Primera entrega

 

Javier Acosta Romero


 

1

Ahí está él, con ropas de descanso, satisface la curiosidad de su nieta que, asombrada, no comprende la complejidad del mundo ni de su mañana. El abuelo le advierte –menos mal– lo que no debe hacer cuando alguien (alguien) repite ciertas palabras sobre una estrella de cinco picos, semejante a la que dibuja en el piso con su sangre.

            –¡Vete de aquí, encomiéndate al Espíritu Santo y reza un Padre Nuestro; reza hasta que llegues a tu casa...!

            Ese hombre es como yo. Conocemos la verdad y sólo avisamos para que el otro se dé por enterado. Y enterarnos, escuchar, entender no es lo mismo a vivir, experimentar, dimensionar... Si no, que me lo digan. Quiero ver quién me lo dice...

 

*

 

Aburrición. Me detengo en esa muchachita hermosa como muchas... Llora que llora y sigue en el derrame de su malestar. Simplemente susurro lo que cualquier chica espera en casos tan bobos: libertad. “Tienes derecho a divertirte, a llegar tarde a casa; ni que te hubieras drogado o acostado con algún gañan...” Sí –dice ella–, simplemente me estaba divirtiendo, me la pasé bien como para que con una cachetada esa pendeja –su mamá–, me quite la única felicidad que he tenido en mi vida...

            Los padres son perfectos ayudantes cuando de tentar se trata; yo empujo... aprovecho, dirijo el corazón del desgraciado; en este caso desgraciada, que aprieta sus lágrimas y muestra los dientes y mira en el pasado el pentáculo que con tanta claridad le enseñó su abuelo...

            Usa el filo de unas tijeras sin desinfectar... Se cruza la palma de la mano y la herida le arde conforme la sangre se acumula, se cae en goterones. No debería llevarle tanto tiempo trazar unas cuantas líneas, calcular la geometría, lograr los vértices, escribir mi nombre al encimar letra por letra... Le contesto, hago el primer milagro: cierro su herida, el ardor se apaga, no habrá rastros de infección... Un buen ungüento hace lo mismo pero, yo soy el ungüento por excelencia... Lo  feo para mí es que la muchacha no me tenga miedo. Su cara es la misma de aquel día, hay asombro en sus lágrimas, mucha curiosidad, y la advertencia del abuelo suena dulce, indefensa, musical... la más perfecta versión para una canción de cuna.

            Dudo incluso en practicar mi entrada majestuosa de monstruo enrojecido, pentasexual, híbrido, con patas de cabra, cabeza de cabrón, cuerpo de toro y con la verga descomunal de un burro satisfecho...

            La niña no me tiene miedo.

 

*

Mitzy despierta, siente la poca luz del día entre las sábanas. Asoma la cabeza; está ahí el grabado hecho con sangre y, en el centro, el nombre aquel, letra sobre letra, seco, ¿quemado? Le extraña el silencio, tanto silencio. No escucha el portazo que da su hermano, quien se va en el carro con sus papás para bajarse cerca de la escuela. Pero fue el ruido del pasador lo que la hizo despertar y sentirse sola; con el cansancio de la fiesta, con la sequedad del alcohol en la lengua y en los labios... La bofetada de su madre todavía exigiendo a golpes su obediencia o al menos un comportamiento gentil, con decisiones maduras y fiestas menos alocadas que la dejaran al menos caminar con propiedad y no en 'eses' y vómitos a s que r o s o s  en cada caída.

            Un buen desayuno la podría aliviar. Pero continúa en la cama y espera. Estira el brazo, mira la palma de su mano; le da vueltas, observa los detalles de ese milagro que le hice. No se ve la cortada por ninguna parte. La sangre, en cambio, sí se nota en el filo de las tijeras dejadas en el piso y en la geométrica invocación medio-trazada en el muro, arribita de la cama, que también está pegada a la pared. Entiende que las cicatrizaciones perfectas no existen.

            Ahora estira un brazo fuera de las cobijas... Con sus dedos revisa la calidad de los bordes negros en la pared donde la sangre le dio estructura a aquella invocación satánica; recuerda el dibujo mucho más pequeño y menos descuidado. Lástima que su abuelo nunca le explicó qué pasaría si no se iba de ahí sin rezar un Padre Nuestro.

            Suspira. Es un instante para no pensar, aunque la curiosidad rompe con eso. No siente un cambio en su personalidad; revisa cada parte de su cuerpo; todo igual y en su lugar... Incluso tiene la certeza de que aún posee una alma... o lo que sea el inquilino que llevamos dentro, ese que no es carne y se confunde con la voz del pensamiento o con el voceador de la emoción, sin límites, sin ancla, sin descanso, sólo para deleitar a un cuerpo, dimensional y bastante limitado.

            –¿Ya estoy muerta?

            –¿En la muerte las heridas desaparecen? –le pregunto–, ¿hay silencio absoluto como ahorita? –Suda frío–. La luz del sol es sólo la prueba de que estás más cerca del infierno...

            Pero tocan la puerta; el timbre con su ruido me interrumpe.

            “El señor de la basura...

            “Que sea el señor de la basura...”

            Como sea, donde anda el diablo son siempre territorios de la muerte.

            Suena el timbre una vez más. Mitzy se despierta otro poco.

            –M a m a a a . . .  –Disimula pereza, más impaciente que todas sus mañanas.

            Nadie responde.

            –¡Mamá! –llama otra vez.

            El timbre hace lo mismo.

            Sale del cuarto y va directo a la cocina, con algunas palabras por delante para empezar la discusión del día.

            Pero no hay nadie en la cocina. Apaga su desplante antes de responder al regaño que no ocurre. Suena el timbre por tercera vez.

            Sus pies están helados con ese trepidar descalzo por la casa. Llega a la entrada, observa  oculta tras el velo de la ventana, y que se escucharía mejor si todavía dijéramos “dintel”: observa  oculta tras el velo del dintel.

            Afuera me divierto. Toco la puerta con la percha de un hombre espigado, muy vital, perfectamente vestido a la moda, fresco, todo yo, con corbata delgada, solapas abiertas, con mi traje de puños descubiertos, y con el toque de mi morral al hombro, muy costoso, bastante chic. Le guiño un 'hola' a Mitzy, sorprendida tras el velo del dintel; le gesticulo con alegría mi presencia, con las ganas milenarias de abrazarla (literal).

            Mitzy retrocede. Otra vez toco, siempre amigable, sin prisas que opaquen el encuentro. Pero coincide (o no) que el sol se oculta. Ella se aferra a la perilla de la puerta, su alma se inquieta, el corazón le da vueltas. Está segura de que no abrirá, ni aunque el aire nublado de la mañana congele el piso y entumezca sus pies.

            –Quién –dice y regaña. O eso intenta.

            –¡Me llamaste y aquí estoy!

            Breve silencio. Más bien, pasé algo de saliva.


El Diablo Ensaya... (Fragmento) / Javier Acosta /2020

domingo, 19 de enero de 2020

YAGÉ!!!


Javier Acosta Romero

“¿Quién soy ahora?” Que un evento cultural logre tan acentuada lucidez existencial obligaría a mirar con mayor atención qué lo detonó: la ingestión de ayahuasca en una ceremonia de sanación, de la mano de dos maestros del Amazonas colombiano, Jaime Muriel y Julián Saute, en medio de un santuario natural como lo es el bosque Los Organillos, de la comunidad otomí, en el Estado de México, a hora y media de la Ciudad de México.  ¿Quién soy ahora, a partir de esa ceremonia? Si lo comparo con algunos eventos teatrales, tengo que ir más allá, cruzar los límites de las instituciones que administran y proveen eventos en los espacios teatrales. Luego, en el extremo opuesto, si lo comparo con las ceremonias religiosas (las que tengo más presentes son las ceremonias del culto católico), tengo que ir más allá de la figura del sacerdote, cruzar los límites de la figura sanadora de los terapeutas y aterrizar en el ritual colectivo de las “constelaciones familiares”. Entre esos extremos, en la zona donde el teatro deja de ser institucional y donde las ceremonias colectivas dejan de ser instituciones religiosas para detenerse en el instante de la sanación, está, a un lado (no sé cuál) la sola vivencia de fe en lo divino (como sea), la propiciación del encuentro místico vía los rituales milenarios del yagé, su efecto enteógeno. “¿Quién soy ahora?” La ceremonia expandió mi mente para que observe ciertas tareas a realizar (intuidas por mí, conocidas solamente por mí en esa otra zona –interior e íntima– en la que no podemos mentirnos a nosotros mismos) y que de otra manera no hubiera advertido en la hecatombe dramática de este siglo XXI, que siempre nos marca con las acciones que realizamos frente a otros o que ocultamos de otros; además, la dimensión mística, de encuentro con lo divino (como lo entienda cada quién), fue tan convincente que aún trato de observar las cuestiones morales y éticas que ofrece esta cultura del yagé (equivalente regional amazónico de la ayahuasca), que a fuerza de intromisiones colonialistas y por sobrevivencia guarda muchos sincretismos con los rituales católicos.
Aspecto del santuario otomí Los Organillos, al amanecer, terminada la ceremonia. Lo sorprendente es que no se nota lo purgado por catorce personas por ningún lado.
 Al practicarla (aunque haya sido por única vez) acercó a varios... Pero hablaré de mi persona. Acercó a mi persona a una dimensión espiritual, metafísica, con efectos que ahora percibo en el mundo físico: en cuestiones de salud y salud emocional, donde la tranquilidad y la paz (la ausencia de conflicto) las suponía ideales, pero la mente es poderosa, y el ritual al que aludo lo fue también, por eso lo reseño. La ceremonia otorga verdades (si eso se requiere) o dones distintos como las "respuestas". Se puede llegar a la ceremonia por curiosidad, se puede imitar a los otros participantes por unos cuantos minutos, pero cuando sucede la ingesta del purgante se vulnera lo orgánico y nuestro actuar se apega a lo imprevisto de su efecto. Hay quienes vomitamos muchas veces y una vez tuvimos diarrea. Y hay quien primero tuvo diarrea y luego vómito, o ambas al mismo tiempo o etcétera. Somos el actuar de la purga en nuestro cuerpo, con efectos profundos en las dimensiones de la psique que no son para nada recreativos sino, por su intimidad universal, sagrados. Y debo aceptar que negué el efecto cuanto pude, como si se tratara de algo que me haría daño (ellos le llaman “resistencia”), me decía que la purga era terrible. Sin embargo, su sabor (a café con miel) y la manera en que llegó al estómago (con absoluta suavidad y calma), me decía que todo saldría bien (Yo histérico por fuera). Eran los primeros cinco minutos, luego... a vomitar, a equilibrar la ansiedad del cuerpo con esa calma que seguía avanzando (lo sentía) como un astuto y ligero animalito que hurgaba con sabiduría en mi sistema digestivo. Escalofríos y espasmos de respiración me decían que aún estaba ahí. Los párpados cerrados, la introspección simbólica, la magia del animalito con su temperamento y buen humor en cada célula, construía rincones apartados, extraños o familiares momentos, enigmáticos, que exigían un actuar, un decidir, un aceptar, un resolver, un encontrar. Por fuera, en tanto, más vómito, diarrea, cuerpo cortado, adormilamiento, espasmos... Con dos pautas más para ingerir más purga, acompañados de una música que en la plenitud mística (o sueño o encuentro) me sujetaron al mundo y me asomaron al otro con la humildad de una guitarra acústica, de una armónica silvestre, sonajas naturales, dos voces jóvenes, una femenina y otra masculina (Fue hasta el otro día que me enteré que se trataba de un grupo musical profesional, originario de Morelos, Palo Mango. Dejo un enlace en YouTube: https://www.youtube.com/playlist?list=PLzwzLtoxV-o8gVviZSMvX_sCQTAtQEEkf ).
Terminada la ceremonia, con el grupo Palo Mango, Rebeca Catalán y Diego Velázquez. En medio de ellos el organizador de la ceremonia, Gerardo. Tan frescos todos en ese "amar-nacer" del amanecer otomí.
Si no me sabía enfermo me sentía en tratamiento, abnegado a aquella fría madrugada, cercano al fuego que hicieron en la chimenea del local (una amplia cabaña de ladrillo con techo de lámina) donde un grupo de personas permanecíamos en metamorfosis, como bultos inermes cuando no estábamos purgando con vómito y diarrea. Éramos música, la armónica pueblerina llevada al interior de un bosque majestuoso, aferrados a los cuidados del santuario otomí. Me hubiera gustado, al amanecer, ayudarles a acomodar las sillas para hacer un círculo que los Maestros pidieron, pero yo me sentía tan vacío, tan inútil que podía caer si no me hubieran ayudado. Mi situación era lamentable y primeriza. Estaba seguro de que no podría regresar a casa por mi propio pie. Lograron el círculo y los Maestros nos dieron la bienvenida a ese “¡Amar-nacer, amar-nacer!” que dicen ellos del amanecer, muy opuesto al despojo humano en que yo estaba convertido. Pero la ceremonia continuó, los Maestros nos pidieron no abrir los ojos y mantener una postura que nos permitiera recibir “¡regalos del cielo!”. Cerré los ojos, puse las palmas de las manos hacia arriba, en forma de cuenco y por encima de los hombros, con la actitud del desorientado al que le daba lo mismo a dónde lo empujara el poder del cielo. Los Maestros hicieron dos rondas individuales, personalizadas para cada consultante: plegarias al Padre, rezos o conjuros yagé (no lo sé) que fueron aliviando mi tanto malestar y acallando mi asombro hasta vibrar con sus rezos y su fiesta energizantes. Me sentí tan feliz, tan en concordancia con el mundo que, sonreí y lloré. Para sorpresa de los primerizos, la ceremonia no termina con los efectos del purgante, se cierra con el ritual personalizado que puso mi cuerpo en sintonía con la belleza del lugar, con la belleza de las personas con quienes compartí la madrugada y el amanecer del 20 de diciembre de 2019, una ceremonia sorprendente por la sencillez de sus recursos y por la humanidad de sus Maestros. Es tan simple como llevar a servicio una máquina, un carro, unos zapatos. Pero si los zapatos o el carro están mejor que sus dueños, lo que hay es torpeza y malestar. Ni siquiera sentía hambre. Nada necesitaba, al contrario, tomaba el respirar como el regalo que es, el mirar como el regalo que es, el tocar como el milagro que es... Y como cualquier revelación mística me tardé varios días en escribir la reseña prometida que hoy entrego. Queda así.
El Maestro colombiano, el taita Jaime Muriel con su servidor, terminada la ceremonia. Sin agotamiento, sin malestar, sin necesidad de nada.
Anexo algunos enlaces si la inquietud aparece, ya para acercarse o para alejarse, responder al llamado o dejarlo pasar entre los ruidos urbanos. Nada obliga. Nadie.