viernes, 4 de diciembre de 2020

EL DIABLO ENSAYA... / Primera entrega

 

Javier Acosta Romero


 

1

Ahí está él, con ropas de descanso, satisface la curiosidad de su nieta que, asombrada, no comprende la complejidad del mundo ni de su mañana. El abuelo le advierte –menos mal– lo que no debe hacer cuando alguien (alguien) repite ciertas palabras sobre una estrella de cinco picos, semejante a la que dibuja en el piso con su sangre.

            –¡Vete de aquí, encomiéndate al Espíritu Santo y reza un Padre Nuestro; reza hasta que llegues a tu casa...!

            Ese hombre es como yo. Conocemos la verdad y sólo avisamos para que el otro se dé por enterado. Y enterarnos, escuchar, entender no es lo mismo a vivir, experimentar, dimensionar... Si no, que me lo digan. Quiero ver quién me lo dice...

 

*

 

Aburrición. Me detengo en esa muchachita hermosa como muchas... Llora que llora y sigue en el derrame de su malestar. Simplemente susurro lo que cualquier chica espera en casos tan bobos: libertad. “Tienes derecho a divertirte, a llegar tarde a casa; ni que te hubieras drogado o acostado con algún gañan...” Sí –dice ella–, simplemente me estaba divirtiendo, me la pasé bien como para que con una cachetada esa pendeja –su mamá–, me quite la única felicidad que he tenido en mi vida...

            Los padres son perfectos ayudantes cuando de tentar se trata; yo empujo... aprovecho, dirijo el corazón del desgraciado; en este caso desgraciada, que aprieta sus lágrimas y muestra los dientes y mira en el pasado el pentáculo que con tanta claridad le enseñó su abuelo...

            Usa el filo de unas tijeras sin desinfectar... Se cruza la palma de la mano y la herida le arde conforme la sangre se acumula, se cae en goterones. No debería llevarle tanto tiempo trazar unas cuantas líneas, calcular la geometría, lograr los vértices, escribir mi nombre al encimar letra por letra... Le contesto, hago el primer milagro: cierro su herida, el ardor se apaga, no habrá rastros de infección... Un buen ungüento hace lo mismo pero, yo soy el ungüento por excelencia... Lo  feo para mí es que la muchacha no me tenga miedo. Su cara es la misma de aquel día, hay asombro en sus lágrimas, mucha curiosidad, y la advertencia del abuelo suena dulce, indefensa, musical... la más perfecta versión para una canción de cuna.

            Dudo incluso en practicar mi entrada majestuosa de monstruo enrojecido, pentasexual, híbrido, con patas de cabra, cabeza de cabrón, cuerpo de toro y con la verga descomunal de un burro satisfecho...

            La niña no me tiene miedo.

 

*

Mitzy despierta, siente la poca luz del día entre las sábanas. Asoma la cabeza; está ahí el grabado hecho con sangre y, en el centro, el nombre aquel, letra sobre letra, seco, ¿quemado? Le extraña el silencio, tanto silencio. No escucha el portazo que da su hermano, quien se va en el carro con sus papás para bajarse cerca de la escuela. Pero fue el ruido del pasador lo que la hizo despertar y sentirse sola; con el cansancio de la fiesta, con la sequedad del alcohol en la lengua y en los labios... La bofetada de su madre todavía exigiendo a golpes su obediencia o al menos un comportamiento gentil, con decisiones maduras y fiestas menos alocadas que la dejaran al menos caminar con propiedad y no en 'eses' y vómitos a s que r o s o s  en cada caída.

            Un buen desayuno la podría aliviar. Pero continúa en la cama y espera. Estira el brazo, mira la palma de su mano; le da vueltas, observa los detalles de ese milagro que le hice. No se ve la cortada por ninguna parte. La sangre, en cambio, sí se nota en el filo de las tijeras dejadas en el piso y en la geométrica invocación medio-trazada en el muro, arribita de la cama, que también está pegada a la pared. Entiende que las cicatrizaciones perfectas no existen.

            Ahora estira un brazo fuera de las cobijas... Con sus dedos revisa la calidad de los bordes negros en la pared donde la sangre le dio estructura a aquella invocación satánica; recuerda el dibujo mucho más pequeño y menos descuidado. Lástima que su abuelo nunca le explicó qué pasaría si no se iba de ahí sin rezar un Padre Nuestro.

            Suspira. Es un instante para no pensar, aunque la curiosidad rompe con eso. No siente un cambio en su personalidad; revisa cada parte de su cuerpo; todo igual y en su lugar... Incluso tiene la certeza de que aún posee una alma... o lo que sea el inquilino que llevamos dentro, ese que no es carne y se confunde con la voz del pensamiento o con el voceador de la emoción, sin límites, sin ancla, sin descanso, sólo para deleitar a un cuerpo, dimensional y bastante limitado.

            –¿Ya estoy muerta?

            –¿En la muerte las heridas desaparecen? –le pregunto–, ¿hay silencio absoluto como ahorita? –Suda frío–. La luz del sol es sólo la prueba de que estás más cerca del infierno...

            Pero tocan la puerta; el timbre con su ruido me interrumpe.

            “El señor de la basura...

            “Que sea el señor de la basura...”

            Como sea, donde anda el diablo son siempre territorios de la muerte.

            Suena el timbre una vez más. Mitzy se despierta otro poco.

            –M a m a a a . . .  –Disimula pereza, más impaciente que todas sus mañanas.

            Nadie responde.

            –¡Mamá! –llama otra vez.

            El timbre hace lo mismo.

            Sale del cuarto y va directo a la cocina, con algunas palabras por delante para empezar la discusión del día.

            Pero no hay nadie en la cocina. Apaga su desplante antes de responder al regaño que no ocurre. Suena el timbre por tercera vez.

            Sus pies están helados con ese trepidar descalzo por la casa. Llega a la entrada, observa  oculta tras el velo de la ventana, y que se escucharía mejor si todavía dijéramos “dintel”: observa  oculta tras el velo del dintel.

            Afuera me divierto. Toco la puerta con la percha de un hombre espigado, muy vital, perfectamente vestido a la moda, fresco, todo yo, con corbata delgada, solapas abiertas, con mi traje de puños descubiertos, y con el toque de mi morral al hombro, muy costoso, bastante chic. Le guiño un 'hola' a Mitzy, sorprendida tras el velo del dintel; le gesticulo con alegría mi presencia, con las ganas milenarias de abrazarla (literal).

            Mitzy retrocede. Otra vez toco, siempre amigable, sin prisas que opaquen el encuentro. Pero coincide (o no) que el sol se oculta. Ella se aferra a la perilla de la puerta, su alma se inquieta, el corazón le da vueltas. Está segura de que no abrirá, ni aunque el aire nublado de la mañana congele el piso y entumezca sus pies.

            –Quién –dice y regaña. O eso intenta.

            –¡Me llamaste y aquí estoy!

            Breve silencio. Más bien, pasé algo de saliva.


El Diablo Ensaya... (Fragmento) / Javier Acosta /2020