Javier Acosta Romero
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Ahí está él, con ropas de
descanso, satisface la curiosidad de su nieta que, asombrada, no comprende la
complejidad del mundo ni de su mañana. El abuelo le advierte –menos mal– lo que
no debe hacer cuando alguien (alguien) repite ciertas palabras sobre una
estrella de cinco picos, semejante a la que dibuja en el piso con su sangre.
–¡Vete
de aquí, encomiéndate al Espíritu Santo y reza un Padre Nuestro; reza hasta que
llegues a tu casa...!
Ese
hombre es como yo. Conocemos la verdad y sólo avisamos para que el otro se dé
por enterado. Y enterarnos, escuchar, entender no es lo mismo a vivir,
experimentar, dimensionar... Si no, que me lo digan. Quiero ver quién me lo
dice...
*
Aburrición. Me detengo en esa
muchachita hermosa como muchas... Llora que llora y sigue en el derrame de su
malestar. Simplemente susurro lo que cualquier chica espera en casos tan bobos:
libertad. “Tienes derecho a divertirte, a llegar tarde a casa; ni que te
hubieras drogado o acostado con algún gañan...” Sí –dice ella–, simplemente me
estaba divirtiendo, me la pasé bien como para que con una cachetada esa pendeja
–su mamá–, me quite la única felicidad que he tenido en mi vida...
Los
padres son perfectos ayudantes cuando de tentar se trata; yo empujo... aprovecho,
dirijo el corazón del desgraciado; en este caso desgraciada, que aprieta sus
lágrimas y muestra los dientes y mira en el pasado el pentáculo que con tanta
claridad le enseñó su abuelo...
Usa
el filo de unas tijeras sin desinfectar... Se cruza la palma de la mano y la
herida le arde conforme la sangre se acumula, se cae en goterones. No debería llevarle
tanto tiempo trazar unas cuantas líneas, calcular la geometría, lograr los
vértices, escribir mi nombre al encimar letra por letra... Le contesto, hago el
primer milagro: cierro su herida, el ardor se apaga, no habrá rastros de
infección... Un buen ungüento hace lo mismo pero, yo soy el ungüento por
excelencia... Lo feo para mí es que la
muchacha no me tenga miedo. Su cara es la misma de aquel día, hay asombro en sus
lágrimas, mucha curiosidad, y la advertencia del abuelo suena dulce, indefensa,
musical... la más perfecta versión para una canción de cuna.
Dudo
incluso en practicar mi entrada majestuosa de monstruo enrojecido, pentasexual,
híbrido, con patas de cabra, cabeza de cabrón, cuerpo de toro y con la verga
descomunal de un burro satisfecho...
La
niña no me tiene miedo.
*
Mitzy despierta, siente la poca
luz del día entre las sábanas. Asoma la cabeza; está ahí el grabado hecho con
sangre y, en el centro, el nombre aquel, letra sobre letra, seco, ¿quemado? Le
extraña el silencio, tanto silencio. No escucha el portazo que da su hermano,
quien se va en el carro con sus papás para bajarse cerca de la escuela. Pero fue
el ruido del pasador lo que la hizo despertar y sentirse sola; con el cansancio
de la fiesta, con la sequedad del alcohol en la lengua y en los labios... La
bofetada de su madre todavía exigiendo a golpes su obediencia o al menos un
comportamiento gentil, con decisiones maduras y fiestas menos alocadas que la
dejaran al menos caminar con propiedad y no en 'eses' y vómitos a s que r o s o
s en cada caída.
Un
buen desayuno la podría aliviar. Pero continúa en la cama y espera. Estira el
brazo, mira la palma de su mano; le da vueltas, observa los detalles de ese
milagro que le hice. No se ve la cortada por ninguna parte. La sangre, en
cambio, sí se nota en el filo de las tijeras dejadas en el piso y en la
geométrica invocación medio-trazada en el muro, arribita de la cama, que
también está pegada a la pared. Entiende que las cicatrizaciones perfectas no
existen.
Ahora
estira un brazo fuera de las cobijas... Con sus dedos revisa la calidad de los
bordes negros en la pared donde la sangre le dio estructura a aquella
invocación satánica; recuerda el dibujo mucho más pequeño y menos descuidado. Lástima
que su abuelo nunca le explicó qué pasaría si no se iba de ahí sin rezar un
Padre Nuestro.
Suspira.
Es un instante para no pensar, aunque la curiosidad rompe con eso. No siente un
cambio en su personalidad; revisa cada parte de su cuerpo; todo igual y en su
lugar... Incluso tiene la certeza de que aún posee una alma... o lo que sea el
inquilino que llevamos dentro, ese que no es carne y se confunde con la voz del
pensamiento o con el voceador de la emoción, sin límites, sin ancla, sin
descanso, sólo para deleitar a un cuerpo, dimensional y bastante limitado.
–¿Ya
estoy muerta?
–¿En
la muerte las heridas desaparecen? –le pregunto–, ¿hay silencio absoluto como
ahorita? –Suda frío–. La luz del sol es sólo la prueba de que estás más cerca del
infierno...
Pero
tocan la puerta; el timbre con su ruido me interrumpe.
“El
señor de la basura...
“Que
sea el señor de la basura...”
Como
sea, donde anda el diablo son siempre territorios de la muerte.
Suena
el timbre una vez más. Mitzy se despierta otro poco.
–M
a m a a a . . . –Disimula pereza, más impaciente
que todas sus mañanas.
Nadie
responde.
–¡Mamá!
–llama otra vez.
El
timbre hace lo mismo.
Sale
del cuarto y va directo a la cocina, con algunas palabras por delante para
empezar la discusión del día.
Pero
no hay nadie en la cocina. Apaga su desplante antes de responder al regaño que
no ocurre. Suena el timbre por tercera vez.
Sus
pies están helados con ese trepidar descalzo por la casa. Llega a la entrada, observa oculta tras el velo de la ventana, y que se escucharía
mejor si todavía dijéramos “dintel”: observa
oculta tras el velo del dintel.
Afuera
me divierto. Toco la puerta con la percha de un hombre espigado, muy vital,
perfectamente vestido a la moda, fresco, todo yo, con corbata delgada, solapas
abiertas, con mi traje de puños descubiertos, y con el toque de mi morral al
hombro, muy costoso, bastante chic. Le guiño un 'hola' a Mitzy, sorprendida
tras el velo del dintel; le gesticulo con alegría mi presencia, con las ganas milenarias
de abrazarla (literal).
Mitzy
retrocede. Otra vez toco, siempre amigable, sin prisas que opaquen el
encuentro. Pero coincide (o no) que el sol se oculta. Ella se aferra a la perilla
de la puerta, su alma se inquieta, el corazón le da vueltas. Está segura de que
no abrirá, ni aunque el aire nublado de la mañana congele el piso y entumezca
sus pies.
–Quién
–dice y regaña. O eso intenta.
–¡Me
llamaste y aquí estoy!
Breve
silencio. Más bien, pasé algo de saliva.
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El Diablo Ensaya... (Fragmento) / Javier Acosta /2020 |