lunes, 27 de junio de 2016

El principado del Principito

No puedo negar que un texto como El Principito, despierta en mí una gran envidia de escritor, una envidia profesional, que tampoco me impide dejarme llevar por varias de sus escenas y descubrirlas entrañables, como el capítulo II (primer día), el VIII (quinto día), el XVI, el XX, el XXI, el XXII y el enigmático XXIII (octavo día), que es todo un rompimiento -y por ello una revelación- cuando el Principito le habla al narrador de un vendedor de pastillas mejoradas que quitan la sed. El XXIII es otro cuadro de quiebre, representa el octavo día de un aviador varado en el desierto, como lo recuerda el mismo narrador, nostálgico por su amigo Principito, del que se despidió hace seis años, sin mediar ni tratar de arreglar los recuerdos, simplemente los suelta en el orden con que en ese entonces el Principito los fue abordando en el transcurso del incidente aéreo. Al respecto, la propuesta temporal plantea que el Principito está con el aviador los últimos ocho días de todo un año que ha estado viajando por siete planetas, descubriendo en la Tierra la razón para regresar a su planeta-hogar y continuar su convivencia con una rosa.
 Sin embargo, los escenarios extravagantes de los diversos planetas, solamente resaltan en el relato el gran valor del discurso, que es el soporte del texto; a grandes rasgos el discurso propone volver lo ordinario y común en extraordinario, y comparte el secreto: es con la convivencia que lo ordinario logra el prodigio de mutarse en extraordinario, sólo depende del observador el que se obre en milagro el reconocimiento de la singularidad de ese ser “extraordinario” que tenemos al lado. Propuesta demasiado estrecha y simplista, pero ética al fin. Un buen reto para los niños si odian a sus hermanos o a sus mismos padres; el Principito promete lo extraordinario de esos seres odiosos.
 Evidentemente, el planteamiento tiene como base la virtud, y desde la virtud construye un discurso aceptable para la mayoría de las editoriales por el carácter inofensivo del mismo. Se entiende así que sea uno de los materiales más leídos y aceptados por la humanidad ya que no hay mucho que decir al respecto: ¿Quién puede estar en contra de la virtud de mirar como extraordinario lo que de tajo es ordinario, aburrido y hasta repulsivo?
 Implica un fuerte ejercicio de imaginación que, como adulto descalifico, porque espero con gran ánimo que el Principito no haya regresado a su aburrido planeta con su insoportable rosa, que el Principito haya muerto envenenado por la mordida de la serpiente, que la nostalgia del narrador por su amigo desaparecido (muerto en el mejor de los casos) sea en realidad la dosis de evasión necesaria que le impide odiar abiertamente a la gente desagradable con la que convive todos los días.
 Sin embargo, si por las mañanas realizáramos algo equivalente al ejercicio virtuoso propuesto en El Principito, podemos rezar, lanzar una plegaria, bendiciones para todos los que se crucen en nuestro camino y con ello devolvernos la tranquilidad ausente porque, efectivamente, del insulto es fácil que se salte a otro tipo de violencia, se pierda el control, se caiga en la neurosis y, como en los psiquiátricos, de pronto descubriríamos que estamos olvidados del mundo, varados en un desierto, componiendo un irreparable avión, acompañados de cualquier criatura que nos recuerda que no somos de aquí, que no somos de este mundo, que lo mejor es mudar, abandonar el cuerpo que nos aprisiona; y para ello debemos asegurar la única amistad que puede salvarnos: la amistad con nuestro verdugo (la serpiente venenosa), no vaya a ser que a última hora resulte que no estoy loco, sino que efectivamente terminé de leer El Principito, una creación originada desde la ternura, la inocencia y la gracia más virtuosas del mundo infantil idealizado, protegido, amado, saludable...