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Sería hermoso que las cosas fueran como yo quisiera, incluso, hay una edad (la infancia) donde eso se vive, al grado de defender nuestros caprichos con berrinches, gritos y pataletas, hasta que la realidad como tal (la alienada) termina de mostrarse e imponerse en la cotidianidad de las personas que queremos.
Aunque, valga decir, la vida nos da una revancha para imponer nuestras ideas y pensamientos, se le llama adolescencia o -en otro momento- segunda juventud; ahí nos resistimos de nuevo, con razones, voluntad y pasión (más pasión que otra cosa) a las imposiciones y arritmias del sistema; descubrimos que podemos actuar, conservar un páramo utópico en nuestros sueños nocturnos, en la construcción literaria de universos paralelos, en nuestro activismo social y en las formas de organización comunitaria. Nuestro páramo subversivo se convierte en la oscuridad que el sistema prevaleciente no tolera de nosotros. Y todavía más, en ese remanso de paz, inadvertido para el consumismo y las malas artes de la propiedad privada, descubrimos que ya existe un camino andado, que se le conoce como contracultura, y nos enteramos que vive plácidamente en la poética romanticista y en sus derivados inadaptados: las vanguardias.
Me encanta explicar el romanticismo porque la refiero a la Roma Imperial, la Roma de los césares, la de los gladiadores, el circo y el sometimiento (por no decir anulación) de los otros, los diferentes, los que se resisten al imperio; irracionalidad que evidencia una falta de juicio donde se destaca la pasión con que se actúa y se decide. El romanticismo impone la visión de la sangre derramada, el arrebato, la locura, el descontrol (la pasión), el instinto, la animalidad, nuestro ser animal que es intervenido por nuestro espíritu, que nos hace humanos sensibles, tolerantes, compasivos; porque en la oscuridad animal no desaparece el intelecto, al contrario, lo vuelve evidente, aunque sea como una pequeña luz, un leve destello. La bestialidad vuelve evidente al ser humano sensible, que vive condicionado por el animal que nos ha sido dado como vehículo corporal, orgánico, biológico, con sus ganas de vivir, de imponer y de poder.
Bajo esta lógica, se entiende la gama romanticista, que va del cisne blanco sobrevolando la noche o el pantano; la dama lánguida, virginal, expuesta a las energías del bosque y de la luna; el caballero andante dispuesto al riesgo, a los peligros, al sacrificio para protege la pureza de las cosas y los seres; o lo contrario, el criminal traicionado por el remordimiento, el criminal alcanzado por la razón y la inteligencia de un detective; o lo paradójico, el ser extraño, el monstruo desconocido, destruido por la ira ignorante de las personas y las culturas. Luz en la oscuridad.
Esa luz, en esa oscuridad (por muy leve que sea) es también la propuesta de fondo en los cuentos de La Tarde (2018), libro de Javier Acosta Romero; páginas donde se revisa la oscuridad animal de los ambientes educativos, las afecciones y sinsentidos de la juventud adolescente que es pasión en potencia -euforia- dada por la certeza de libertad con que la juventud experimenta con su identidad en una maquinaria educativa donde el profesorado es otra víctima del sistema, otro cuerpo en crisis que en el mejor de los casos experimenta con su profesión y su ser, con su oscuridad institucional y su brillo extraño de alguien que también fue adolescente, con sueños e intimidad.
La Tarde, es en todo caso un libro de cuentos que invita a andar en la oscuridad más cotidiana del aparato institucional que son las escuelas, para evidenciar la poca o mucha humanidad en las dinámicas de enseñanza y aprendizaje, donde se estudia o se convive, donde se es joven una vez en la vida o se es estudiante toda la vida. Tensiones que reproducen lo que es respirar el Mundo, los estados de vitalidad absoluta para observar y seguir embriones sociales que definen su forma, que llevan al punto crítico la madurez de sus órganos, previo a experimentar por primera vez con la adultez de la vida y de las cosas como son.
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