lunes, 4 de julio de 2016

Gabo

La magia poética de Crónica de una muerte anunciada, es la de todas las novelas de corte existencial: volver entrañable la muerte de quien, en un principio, era un desconocido para el lector. Y lo logra a partir de una apuesta arriesgada: la repetición enriquecida, que es una manera comunitaria de recordar las cosas: después de la vivencia entran en juego los testigo, o alguna otra información nos hace revivir la experiencia en aspectos que no habíamos sentido ni considerado. Iniciada la novela sabemos que Santiago Nasar morirá asesinado, pero al final es cuando esa muerte ocurre desde la vivencia misma del personaje, porque antes fueron el resto de las versiones (ordenadas, justificadas, afectadas), sin embargo es la víctima la que transmite la experiencia de lo que puede ser morir; rebasa las circunstancias hasta encontrar una respuesta a ese absurdo, cuando los atacantes y la gente lo dejan en paz. La vida del cuerpo acuchillado lo es hasta que termina de desangrarse; el noventa por ciento de la novela es muerte y lo que se dice del muerto, pero es el valor del cuerpo (herido de muerte) el que potencia la existencia, el que transmite al lector esa intensidad insoportable y, sin embargo, el lector permanece ahí, en la realidad donde cierra el libro mientras piensa (porque lo siente) en Santiago Nasar.
             Paradigmáticamente, las cosas que ocurren en la realidad no pueden cambiar, pero sí la manera de contarlas. Por ejemplo, no se puede cambiar la Guerra Fría, aún con nuestra participación es indudable que un imperio lo que menos quiere es morir. Pero, ¿qué somos frente a esa realidad donde pareciera que no ocurre la batalla? A Santiago Nasar le desfiguran el cuerpo, al grado de volverlo irreconocible; lo mismo ocurre con la identidad de las personas en las zonas urbanas, reducidas a porcentajes, números y variables dentro de las estadísticas de población, que es otra manera de presentar el desastre de una Guerra fría que no es lejana ni ajena.
            Otro valor. Los imperios se basan en personas idealitas, que ven la realidad de una única manera y que creen que esa manera es superior a las demás. No podemos cambiar la naturaleza de las personas idealistas. Bayardo San Román, por ejemplo, sale del pueblo de la manera más indigna para un “caballero” en tiempos de guerra fría: se provoca una congestión alcohólica que obliga a sus familiares a sacarlo en una hamaca hasta el embarcadero, disimulando ese ridículo con la belleza propia de las hermanas en actitud de plañideras distractoras, porque a final de cuentas Bayardo San Román (BSR) hizo el ridículo de creer que la mujer de apariencia más pura debía ser virgen porque, la madre más pura seguro conservaba en la virginidad a la hija. Pero, ¿quién (hoy en día) todavía confía en el criterio del ojo? BSR sí (los idealistas sí), porque vive para transmitir una imagen quijotezca de sí mismo, como un idealistas que sólo sabe de elegancia y masculinidad hasta para hacer mutis en las situaciones más desesperadas. Igual, la naturaleza de cualquier imperio es la naturaleza de los individuos bayardosanromanistas, tienen fe en un ideal, se saben con la fuerza para materializar ese ideal, y cuando creen encontrarlo lo presumen a los cuatro vientos hasta que, en la intimidad, no son capaces de mentirse a sí mismos y deciden ver con la verdad: la virginidad (como la superioridad militar) no existe (Estados Unidos no puede negar su virginidad ya que la presencia de Rusia... y de China son por demás tangibles e innegables). El ideal puede conservarse en la mente, se le puede presumir afuera pero, en la intimidad, es difícil no aceptarla porque estamos con nosotros mismos. BSR y las mujeres de su familia son lo mismo que los medias, seducen al pueblo, lo engatusan, pero se esfuman y se victimizan cuando las cosas no ocurren como esperan, sus arranques efectistas envejecen como BSR, aunque siempre están dispuestos a arranques creativos renovados, con otros nombres, en otros estilos, con nuevas poéticas...
          Crónica de una muerte anunciada soporta esta y otras tantas lecturas a partir de sus tantos personajes, debido a su diégesis basada en la porosidad misma de los recuerdos que no son sino desesperados discursos de la verdad, en una época donde la verdad evade las evidencias, la ciencia y los propósitos, donde cualquiera puede decir su verdad. Por ello, el valor poderoso del final de la novela nos aterriza en la belleza de la vida más allá de la verdad, en forma de experiencia casuística, donde el extremo de la vida anuncia la muerte de Santiago Nasar. Y la empatía está porque los últimos momentos son irrenunciables para todos, inevitables, ineludibles, únicos. Ya lo que se haga con el cuerpo a posteriori es una cuestión política, legal, sanitaria, cultural. Y lo que se diga del occiso sabemos que irá perdiendo peso, pues el devenir nos vuelve irrelevantes, y es parejo con todos.

lunes, 27 de junio de 2016

El principado del Principito

No puedo negar que un texto como El Principito, despierta en mí una gran envidia de escritor, una envidia profesional, que tampoco me impide dejarme llevar por varias de sus escenas y descubrirlas entrañables, como el capítulo II (primer día), el VIII (quinto día), el XVI, el XX, el XXI, el XXII y el enigmático XXIII (octavo día), que es todo un rompimiento -y por ello una revelación- cuando el Principito le habla al narrador de un vendedor de pastillas mejoradas que quitan la sed. El XXIII es otro cuadro de quiebre, representa el octavo día de un aviador varado en el desierto, como lo recuerda el mismo narrador, nostálgico por su amigo Principito, del que se despidió hace seis años, sin mediar ni tratar de arreglar los recuerdos, simplemente los suelta en el orden con que en ese entonces el Principito los fue abordando en el transcurso del incidente aéreo. Al respecto, la propuesta temporal plantea que el Principito está con el aviador los últimos ocho días de todo un año que ha estado viajando por siete planetas, descubriendo en la Tierra la razón para regresar a su planeta-hogar y continuar su convivencia con una rosa.
 Sin embargo, los escenarios extravagantes de los diversos planetas, solamente resaltan en el relato el gran valor del discurso, que es el soporte del texto; a grandes rasgos el discurso propone volver lo ordinario y común en extraordinario, y comparte el secreto: es con la convivencia que lo ordinario logra el prodigio de mutarse en extraordinario, sólo depende del observador el que se obre en milagro el reconocimiento de la singularidad de ese ser “extraordinario” que tenemos al lado. Propuesta demasiado estrecha y simplista, pero ética al fin. Un buen reto para los niños si odian a sus hermanos o a sus mismos padres; el Principito promete lo extraordinario de esos seres odiosos.
 Evidentemente, el planteamiento tiene como base la virtud, y desde la virtud construye un discurso aceptable para la mayoría de las editoriales por el carácter inofensivo del mismo. Se entiende así que sea uno de los materiales más leídos y aceptados por la humanidad ya que no hay mucho que decir al respecto: ¿Quién puede estar en contra de la virtud de mirar como extraordinario lo que de tajo es ordinario, aburrido y hasta repulsivo?
 Implica un fuerte ejercicio de imaginación que, como adulto descalifico, porque espero con gran ánimo que el Principito no haya regresado a su aburrido planeta con su insoportable rosa, que el Principito haya muerto envenenado por la mordida de la serpiente, que la nostalgia del narrador por su amigo desaparecido (muerto en el mejor de los casos) sea en realidad la dosis de evasión necesaria que le impide odiar abiertamente a la gente desagradable con la que convive todos los días.
 Sin embargo, si por las mañanas realizáramos algo equivalente al ejercicio virtuoso propuesto en El Principito, podemos rezar, lanzar una plegaria, bendiciones para todos los que se crucen en nuestro camino y con ello devolvernos la tranquilidad ausente porque, efectivamente, del insulto es fácil que se salte a otro tipo de violencia, se pierda el control, se caiga en la neurosis y, como en los psiquiátricos, de pronto descubriríamos que estamos olvidados del mundo, varados en un desierto, componiendo un irreparable avión, acompañados de cualquier criatura que nos recuerda que no somos de aquí, que no somos de este mundo, que lo mejor es mudar, abandonar el cuerpo que nos aprisiona; y para ello debemos asegurar la única amistad que puede salvarnos: la amistad con nuestro verdugo (la serpiente venenosa), no vaya a ser que a última hora resulte que no estoy loco, sino que efectivamente terminé de leer El Principito, una creación originada desde la ternura, la inocencia y la gracia más virtuosas del mundo infantil idealizado, protegido, amado, saludable...

domingo, 12 de junio de 2016

En Translúcid@, esquina con Handel

Coincidió que dos puestas en escena (de ambiente transgénero y abuso sexual) convivieran en el Centro Cultural del Bosque, así que aprovecho para hablar de ambas y procurar en ello evidenciar sus contrastes. De un lado está un texto dramático sólido, que de modo general no cuenta con la producción que las mismas situaciones plantean, es el caso de Translúcid@, de Elena Guiochins, en la Sala Xavier Villaurrutia. Obra con la cual quedé azorado, más por la producción que por los momentos transfóbicos. Es innegable el abuso de la multicaracterización a la que se someten los actores, obligando al espectador a hacer un gran esfuerzo para seguir el hilo de las situaciones, en las que recuerdo cuatro casos transgénero (no estoy seguro) que se relacionan como un grupo en defensa del reconocimiento de su identidad (o algo así), siempre en conflicto cuando en las situaciones presentan algún personaje que niega esa atracción por lo transgénero o niega respeto a lo transgénero. Tensiones que llegarían al espectador (vía el discurso, los caracteres y la atmósfera...) pero, la pobreza de la escena es tal que, al contrario, uno se siente vacío, timado, estafado... y socialmente en deuda con un mensaje en el que valdría invertir a favor de la igualdad de derechos y de la tolerancia, porque el mensaje llega a nosotros con frialdad, con insuficiencia espectacular, sin intención de que el espectador se sienta en una experiencia de entretenimiento, desde donde podría acoger el mensaje no sólo con gusto, sino con ganas de divulgarlo y recomendarlo.
Es lamentable que destaque la carencia económica en un espacio donde el INBA debería apostar para que la dramaturgia nacional se lleve siempre un sobresaliente por ser un activo cultural que debe cuidar y procurar. Qué lástima también por los actores (su esfuerzo y talento no merecen esto). El INBA olvida que cualquier compromiso que el teatro establece con la sociedad, debe sellarse con suficiencia semántica... con exuberancia didáctica en este caso, o con lujo melodramático, o con belleza tragicómica. Si se emite un discurso de tolerancia y convivencia con lo transgénero, no hay razón alguna para estar en desacuerdo, al contrario, es una obviedad para el público teatral. No creo que pase lo mismo con la audiencia televisiva... ¿Por qué entonces castigarnos con esta pobreza de espectáculo?
Del otro lado (atravesando el pequeño estacionamiento del CCB) está La Sala (del CCB), ahí se presenta un texto que denota rompimientos seguros con la forma sólida de la escritura... Es el caso de Handel, de Diego Álvarez Robledo; puesta en escena cuyo desinterés por el tema le da fuerza a los ambientes de sus situaciones... lo que resulta en efectos muy curiosos ya que las actuaciones se destacan, el trabajo de dirección se destaca, la propuesta escénica se convierte en una caja de la cual los espectadores nos sentimos parte... Pero no hay tema, no hay una resultante interpretativa... Y sin contrapeso ético, respeta simplemente el material de la fábula con el cual se promueve: el fenómeno global de la esclavitud sexual.
Handel hace uso de las técnicas del entretenimiento masivo más popular, el cual evita la interpretación, sólo es lo que deja ver de sí: (en el caso de eventos masivos: concursos, partidos de futbol) imágenes, situaciones, resoluciones teatrales que dan continuidad a la trama al intercalar a diestra y siniestra tres historias (al menos): la de un brasileño, la de una polaca y la de un pedófilo mexicano, y lo hace de la manera que más le conviene al efecto visual (la belleza del instante, sea este sublime o grotesco) por medio del uso de la prehistoria, porque el espectador nuca tiene un conocimiento certero sobre los personajes, ya que de una situación a otra el personaje dice algo nuevo de su biografía. Con lo cual se le cierra la puerta de la interpretación al espectador, al que se le da un papel más pasivo, equivalente al del entretenimiento masivo-popular, donde no tiene sentido interpretar absolutamente nada porque lo que nos apabulla es el efecto mismo de la novedad de la secuencia. En Handel esa secuencia contiene: una ejecución, la muerte de un ser querido, violencia en la pareja, tortura, abuso de poder, pedofilia, esclavitud sexual... Amarillismo, pues, que invita a contemplar algunos padecimientos que seguramente ocurren en la realidad mientras transcurre la puesta en escena. Y, claro, no serían historias amarillistas sin un toque de muerte-sexo-violencia-dinero-abuso: la mujer polaca (esclava sexual) se convierte en asesina, el pedófilo adinerado (enfermo terminal) se ahorca en instalaciones públicas, el brasileño (con broncas transgénero) es ejecutado por la mafia mexicana...
Terminados esos golpes, lógicamente los espectadores quedamos pasmados, unos aplauden las caracterizaciones; personalmente gocé mucho con La Reina, su gesto frío, su sabiduría infantil, su belleza asesina... ¡Bua!, sólo aparece una vez, por cinco minutos, lo demás, conforme se presentaba, lo fui desechando (por salud mental) y entiendo entonces el apoyo que reciben de la Fundación Bancomer pero no de la fundación NoTireslaToalla. Tampoco dudo que Handel encontrará a su público ya que el morbo es una debilidad humana y, además, su propuesta no le da una vuelta de tuerca al asunto (Como sí lo hace Translúcid@, pobremente pero lo hace). Así que el espectador de Handel puede darle vuelo a su lado perverso o (si no le entra a la propuesta) sufrir, como muchos televidentes de perfil conservador.

domingo, 5 de junio de 2016

De los dramas paralelos


Al leer El esclavo del demonio (1612), pensé de inmediato en sus manifestaciones demoníacas: hacer lo que los bandoleros: robar, violar a las mujeres, asesinar... Eso, básicamente. Pensé entonces en los demonios del siglo XXI. Por ejemplo, ya no se usa al bandolero, eso quedó en las películas, ahora se habla de narcotraficantes, de ladrones de cuello blanco, de ecocidios... Las manifestaciones demoníacas se han especializado. Hoy en día se vuelve complicado concentrar tanto mal en una sola persona. Antes era suficiente con llamarle a alguien bandolero para hacer alusión a lo demoníaco. Igualmente, en El esclavo del demonio, de Antonio Mira de Amezcua, aparecen las personalidades que están exentas de lo demoníaco, por ejemplo el Príncipe de Portugal que, al final de la obra es ya Rey de Portugal; un personaje que en general es caprichoso, mentiroso, lujurioso, prepotente que, si salió del reino fue para agradar a su padre enfermo; el príncipe va en busca de alguien que le haga el milagro de salvar la vida de su padre el rey. No lo consigue pero, ese lance a favor del padre, lo eleva por encima de los bandoleros de la obra, como lo llegan a ser Don Sancho o Don Diego, quienes tuercen la palabra del suegro, y sólo se aplacan cuando la mujer deseada (Leonora, la mujer de mayor belleza física en el reino) responde únicamente al Príncipe y futuro rey de Portugal. Ella, además de bella es obediente de los dictados de su padre, al grado que aunque sus deseos sean contrarios, la obediencia es primero. Una obediencia que al final coincide con sus anhelos a manera de premio pues se queda con el Príncipe.
            Tal obediencia, vista a ojos contemporáneos suena chocante y reduccionista de lo femenino. Sin embargo, la obra no se cansa de destacar a cada rato el valor religioso de que los hijos (hijos e hijas) deben obediencia a los padres (propios y ajenos). Ley moral que se refracta en la obediencia que le deben los vasallos al rey; un exceso que es bien cuidado por Amezcua ya que las mujeres son hijas de su padre y los hombres son como hijos (vasallos) del rey (a modo de 'pater familia'). Por lo cual no se puede pensar en términos de discriminación sino en términos de equilibrio dramático. A final de cuentas, ambos niveles de obediencia se someten a Dios, encarnado en la tristeza paterna del viejo Marcelo, y encarnado con poder de Estado en el Príncipe (luego rey) de Portugal.
            Pero intercalado en los giros anecdóticos de la pléyade de personajes y sus relaciones, se halla un personaje que encarna la obediencia a Dios a partir de la desobediencia, que es el obedecer al Demonio; por lo mismo, se presenta como una desobediencia ejemplar: Don Gil, un representante de Dios en la tierra, un 'santo' (llamado así por la comunidad, quien extiende su fama), a sí mismo se tienta al leer una situación en la que no hay quien suba una escalera que desemboca en la recámara de una doncella dispuesta a entregarse sexualmente para desobedecer a su padre, negando con ello un casamiento arreglado, carente de amor. Poco antes, el enamorado, orientado por Don Gil, desistió de entrar en la recámara, dejando la escalera y a un criado que acostumbra hablar dormido... es una situación divertida ya que nadie esperaría que Don Gil iba a subir por las escaleras y entrar en la recámara, decidido a entregarse a los placeres de la carne... Pero ocurre. El divertimento se trueca en un asunto serio que, sin embargo se mantiene en el tono de diversión ya que el modo en que los personajes tratan de resolver sus graves problemas es a partir de acciones por demás irresponsables: unos se vuelven bandidos, otros se disfrazan para espiar y no ser reconocidos, sus pensamientos niegan sus acciones (como por ejemplo los pensamientos lascivos de Leonora), la deformación del rostro, el desnudo humillante, la presencia de los lacayos que siempre comentan con ironía... Simplemente, que un santo se tiente a sí mismo por hacer caso a la voz de un sirviente dormido es bastante divertido; así que aunque sea un tema serio, la forma nos aleja y la narrativa nos alivia de que no lo sea.

            No es una comedia, al modo español del Siglo de Oro, ni tampoco es didáctica aunque insista tanto en la obediencia. Es juguetona, eso sí, y en eso destaca la narrativa del drama, lo entretenida que se vuelve, sin involucrarnos moralmente en el asunto. Realizamos un ejercicio de emociones, variadas todas, en consonancia con las circunstancias, variadas todas también. Algo tan parecido a lo que es degustar un banquete en cinco o más tiempos, cada uno distinto pero unidos por un estilo, en este caso el espíritu de la época: religioso, moral y monárquico. Algo que las telenovelas mexicanas deberían lograr pero que ellas mismas se impiden, ya que el nivel de hipocresía que manejan en sus materiales, habla de que sus consumidores viven una deformidad moral que los hace pensar que esta ya dejó de ser importante, lo que deja vía libre al valor del 'respeto a la(s) propiedad(es) ajena(s)', incluidos los afectos, que son siempre de índole particular y si no, se trueca en particular.

domingo, 29 de mayo de 2016

Es-ese-sees-eses... Hamlet en el Foro Sor Juana


La dirección de González Mello sobre el Hamlet shakesperiano se muestra encaminada a lograr un efecto de conjunto (espectacular) en los momentos que se lo permite la anécdota de la historia clásica del joven hijo que de hablador tiene mucho pero que reboza en acciones desatinadas... Me quedo con los momentos de conjunto: como la primera aparición del fantasma, o la muerte del carácter-Polonio, o el monólogo de contrición que realiza el carácter del rey Claudio, o el cuadro de la presentación que hace Hamlet junto con los caracteres-actores que están de paso en la historia (dura más que los otros momentos), o la presentación del cuerpo del carácter-Ofelia, o el enfrentamiento con floretes, al final del espectáculo... Son cuatro horas de trabajo actoral, cuatro horas de producción con las cuales el espectador se agota porque el espectáculo también se va agotando... cae (empieza en la parte alta del foro), y cae (bajamos), cae -literal-, hasta que percibimos el mundo desde una especie de abajo, una cripta... donde se agota el texto de Shakespeare, las actuaciones y los aplausos.

            Si algo atrae en el Hamlet dirigido por Flavio González Mello, es la escenografía y la iluminación, la atmósfera (con algunos momentos de caracterización, los más valiosos fueron del carácter-Rey Claudio) Y varios contrapuntos… como la voz del actor Emilio Guerrero que se encuentra en un tono distante al del resto, gracias a lo cual, cuando muere se nota su ausencia... Otro contrapunto, las espadas que, como la voz aludida, parecen fuera de lugar con ese vestuario (los floretes sí quedan; pero en la escena de contrición, ahí, la espada concentra un poder devastador, proporcional a la venganza del carácter-Hamlet, cosa que para un florete sería imposible de significar)... Los arrebatos (copiosos) del carácter-Hamlet, que quedarían muy bien en muchachos de 16 o 17 años pero no en un hombre del que sólo se puede sospechar alguna especie de histeria y no la melancolía del carácter original; sin embargo, esta disociación nos permite observar el acercamiento crítico (y no vivencial) que se hace al carácter shakesperiano original. Todo esto forma (muy a su pesar, supongo) la historia del Hamlet shakesperiano... donde lo trágico... que es (al parecer) el dilema en la propuesta actoral... queda en la incertidumbre.

El montaje de González Mello parece decir: “Ya no hay tragedia en Hamlet, sólo hay muerte”... “No hay un mito vivo, está muerto”. La tragedia, entonces..., atrincherada en el dispositivo escénico, en la revisión actoral que tiene como base situaciones de la fábula conocida (donde participan con más peso los carácter de dos enterradores), propician, en primer lugar, (sin querer, insisto) el armado de la historia original. Enorme esfuerzo de producción que pone en claro el agotamiento mismo de la fábula... por abordarla desde la formalidad de su historia... (Müller lo hizo desde la idea). González Mello protege en lo posible la trama original, sus caracteres, las situaciones, y con ello (intencional o no) dejó en la atmósfera lo que desde mi punto de vista puede considerarse una sensación trágica, contemporánea-mexicana... El síntoma del cansancio, del aburrimiento, de la inercia cultural en la cual los espectadores estamos cómodos (rasgo importante de este espectáculo), nos dejamos conducir como mansos corderos, aunque sea para darle tiempo a los cambios escenográficos que tanto necesita este Hamlet. ¿Qué tan muertos estaremos, espectadores, que en la impronta de esta atmósfera mortecina, nuestro cerebro dejó de percibir el olor de un cadáver?


domingo, 22 de mayo de 2016

Shakespeare Diluido

Presencié la puesta en escena del texto Enrique IV (primera parte), allá en el aún teatro Julio Castillo. Estaba ahí mientras la puesta me hacía pensar que el teatro no está obligado a ser siempre arte, o que todo sea arte (como lo es el texto de Shakespeare en el que se basa la puesta). Igualmente, actuar no es un arte, es una profesión que puede llegar a tener momentos altamente artísticos. Pero, ¿lo intentan en Enrique IV-1? No, no lo creo.
    La Compañía Nacional de Teatro no sólo produce arte, promueve el teatro, hace teatro y en esta ocasión eligió el planteamientos escénicos del director Hugo Arrevillaga, quien le proporciona al texto de Shakespeare, un puñado de actores a los que, a su vez, les proporciona un puñado de utilería y vestuario y... una serie de obstáculos y quehaceres que los circunscribe a una manera de decir sus parlamentos... Dando la sensación que el actor goza de libertad (por encima del texto), al grado que uno como espectador ya no sabe a dónde mirar, en un escenario que es realmente pequeño; no es un campo de futbol... es el Julio Castillo... tratado como salón de ensayos...
    ¿Atractivo? Los espectadores escuchan un texto al que se le propone una corporalidad que no logra la creación de personajes ya que la mayoría (el actor que emite al rey, por ejemplo) hace otro carácter, completamente alejado del rey pero reconocible como actor... Y emite en escena no solamente el texto sino otros sonidos y movimientos que acompañan los otros sonidos y movimientos extras de sus compañeros actores... ¿No es eso hacerle al teatro? 
     En los primeros minutos, esta puesta en escena se convierte en espectáculo. En Enrique IV-1 lo que resalta es el juego actoral, por encima del texto, con técnicas que no requieren de un teatro sino de una plaza, al estilo del teatro callejero, que es como (efectivamente) se concibió en su estreno en 2012 en el Zócalo (donde no estuve). Qué tanto es Shakespeare si los actores le ganan el mandado, la emisión es burda, atonal, alejada del valor artístico de Shakespeare.
    Esto a los jóvenes espectadores les gustó; hasta aplaudieron de pie... porque los actores fueron chistosos... ocurrentes... entretenidos. Pero es un error mantener el título de la obra de Shakespeare. Sería un acierto preparar al espectador para la revuelta de actores permitida, atomizada, festejada; a los que les queda chico el escenario del Teatro Julio Castillo. Y qué bueno pero, avisen. Vendrían más jóvenes y no sólo los estudiantes de teatro.
    Ni como teatro escolar cumple; la historia de Enrique IV-1 fue clara pero el tema o un tema... No. Aunque recuerdo un momento y sólo porque el juego actoral planteaba que la emisión del texto fuera dirigida a los espectadores como interlocutores directos: el actor emitía a Falstaff sobre lo absurdo de perder la vida en una guerra, pero habrá durado cinco minutos; el espectáculo completo dura más de dos horas.
    Lo que este Enrique IV-1 deja ver es algo demasiado simple como para recomendarlo. Ir al teatro en la Ciudad de México requiere para el espectador destinar una gran cantidad de tiempo como para que en el escenario no encuentre la densidad en los caracteres y la riqueza en atmósferas evocadoras, propias de Shakespeare.

domingo, 17 de abril de 2016

Poética del desastre (2016)





El arte en general ofrece contactar con nuestra innata humanidad, es nuestro laboratorio de posibilidades humanas, corre en paralelo con nuestra existencia: la vida como es, la vida como debería ser, la vida en sus aspectos más absurdos... Siendo el arte en general simulacros de nuestra percepción (sensorial, afectiva, espiritual, conceptual); experimentamos con constructos, objetos, formas, interactuamos con estos para afirmar nuestras vivencias, o enriquecerlas o modificarlas. El arte provoca, por medio de artificios: vivencias, experiencias paralelas a las de nuestra existencia; una existencia que por ser tan cotidiana carece [o carecía porque la moda, el maquillaje, el vestuario, la utilería, la actuación, los escenarios sociales, le dan una buena dosis de artificio a nuestra vida cotidiana] del efecto que producen las técnicas artísticas.
        Pero el propósito del arte va más allá de la ontología personal, recordemos a los griegos de la antigüedad que reconocían en el poder del arte la recreación de hechos (sobre supuestos culturales) para darle identidad a su época (un rostro que se conserva como la época de la Grecia Clásica). Desde entonces, esas recreaciones necesitaron de técnicas de representación ordenadas desde los objetos mismos, creados de modo estético (los objetos literarios, su escritura, son un caso). Ello con una finalidad meramente apelativa, pues le concede al consumidor de ese arte, la posibilidad de identificarse, de pertenecer al grupo que patrocina y difunde ese arte. Por supuesto, con la sobrepoblación y la interconexión que hoy existe entre los individuos, ya no se puede pensar solamente en culturas nacionales o nativas, existe una cultura dominante de identidad global, organizada y mantenida por los medios de comunicación masivos, la cual va a contracorriente de las culturas que le resisten.
        Como muestra de ese dominio o poder, están los objetos de las productoras estadounidenses, la gran producción de sus series televisivas, que han mudado las salas de los teatros al centro mismo de los hogares (sea el comedor, la recámara o el baño) y de las personas fuera del hogar (los llamados smartphone); estos son los unificadores culturales de nuestra época, lo mismo que sus sistemas noticiosos o deportivos, su sistema científico-militar, su sistema innovador de productos y su sistema comercializador de “arte”.
        Pero a pesar de ello, la fenomenología estética del arte sólo responde a su naturaleza: representar lo que somos como habitantes de una sociedad o de un orden (religioso, político, social, institucional, natural, científico). Y lo logra con la misma técnica que los griegos clásicos, cuando el arte no sólo reconocía la belleza, también apreciaba la fealdad; al reconocerse lo bello se le da existencia y su digno lugar a la fealdad. Ambos extremos le permitió a los griegos pensar en el justo medio, que a la larga ha pasado a nuestros días como una aspiración de lo que debe ser un Estado benefactor: el bien de un lado, el mal del otro y en el centro la justicia, lo justo, o el Estado benefactor. Pensemos por ejemplo en el pago de impuestos: una persona con altos ingresos vs una persona con muy bajos ingresos... En medio quedan las normas que, convertidas en leyes obligan a ambos (empresas y transnacionales incluidas) a aportar con dinero al mantenimiento del Estado benefactor. Pensemos también en el trabajo: el trabajo mejor remunerado vs el trabajo menos remunerado... En medio queda: la protección social (salud-educación-alimentación-recreación-seguridad-cultura) En México lo representó el IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social). Sin embargo, cuando el justo medio [la norma (reglamentos-leyes) y lo normal (lo natural-lo cotidiano-lo ordinario)] cae en las reglas de la estética, se convierte lo normal en ABURRIDO y lo extraordinario (como la belleza o la fealdad) en DIVERTIDO. El arte siempre plantea una insatisfacción con las normas o con la normalidad en que la sociedad convive; se mueve en el mundo de los inconformes, de lo que la cotidianidad no es, e intenta aspirar a eso que no es. Por ejemplo, el arte puede protestar en contra de la corrupción en el gobierno, en contra de la violencia de género, en contra del trabajo infantil... Puede manifestarse en contra de la muerte y de la misma humanidad. Denuncia, evidencia, expone, estudia, ironiza. El arte siempre está en contra de lo normal y de lo cotidiano. Pero, además, el arte es siempre una espada de doble filo. Así como puede atender los asuntos de Estado, los asuntos de interés general, también puede magnificar (por su natural amoralidad y completa humanidad) los asuntos pequeños, los problemas domésticos, la mera intimidad que no se opone al orden social establecido, lo cual permite que miremos en nuestro entorno 'menos social' pero más inmediato: vemos a quién tenemos a nuestro lado (relaciones afectivas) volviéndose evidente las cosas que no queremos de esas relaciones, la insatisfacción que nos produce la cotidianidad de las relaciones personales; por ello existen las historias de amor; si se tiene un hijo o hermano o familiar triste, el arte arma una historia donde ese hijo-problema se redime al convertirse en un hijo reconocido, revalorizado y ejemplar. Todas las historias de superación personal se dan sobre la lógica de que estamos conformes con el entorno social, pero inconformes con nuestra vida a nivel personal, porque sin el conformismo social resultarían historias que nadie creería, serían exageradas, innecesarias o falsas.
        Desde la teoría, incluso, la inconformidad evidente de los objetos artísticos, se establece sobre la representación de un conflicto, de una contraposición o de un hecho dialéctico. Así, planteamientos de interés general, procuran ser agresivos con quienes no han aceptado su entorno tal cual. Pero planteamientos amorosos, con entornos terribles aceptados, son bien recibidos. Y aún más, si algún artista es capaz de ver esa dicotomía, se encuentra en posición de ironizar, de celebrar el absurdo de nuestra convivencia irreconciliable con el valor de la justicia; de tal modo que la ironía, la burla, el chiste, nos muestran el límite para congraciarnos con nuestra finitud existencial. Lamentablemente, un planteamiento irónico, fársico, grotesco, sólo es visible para un consumidor educado en las humanidades e informado en general. Y como esto ocurre cada vez menos, lo que llega a la gente con facilidad son los conflictos afectivos. La televisión y el cine explotan las representaciones del amor en todas sus vertientes (amor a sí mismo, al hermano, al amigo, al ambiente, a la sociedad, al conocimiento, al trabajo, al socio, al deporte, a los enfermos, a la familia, al planeta, a los adelantos científicos, al terror, a los policías, a los vaqueros, a la juventud, a la infancia, al los abuelos...), realizadas con técnicas propias del arte teatral que sustentan el carácter comercial de las mismas; producen objetos 'artísticos' que tienen la peculiaridad de observar los pequeños problemas para neutralizar los problemas mayores, de interés general, lo cual beneficia al discurso apelativo de aceptación cotidiana de la realidad, por más terrible que esta sea ya que no busca transformarla, al contrario, le pone un límite a nuestras posibilidades de existencia colectiva a cambio de liberar los límites en las posibilidades egoístas, que CUALQUIERA puede realizar (robar, mentir, asesinar, abusar, defraudar, enfermar, incumplir...) a expensas del interés general, que cada vez es menos visible.
        La mayoría de las personas (consumidores para la cultura dominante) no se niegan a las representaciones de los pequeños problemas, es lo único confiable que les ofrece el Estado, ya que la función del arte no ha cambiado desde la Grecia Clásica: lo que buscan las personas es reconocerse, pertenecer a una cultura sostenida por un discurso mayor que se replica (hasta la nausea hoy en día), sea de forma cognitiva o instintiva (persuadiendo o sugestionando), ofreciendo razones morales (series de televisión, noticiarios) o provocando un ejercicio deliberado de emociones (telenovelas, concursos, eventos deportivos...) que inhiben la participación ciudadana y propician en los individuos una sensibilidad tendiente a la sugestión, al pensamiento mágico, a la fantasía, propios de una madurez infantil. Es ahí donde se manifiestan de modo organizado las técnicas del arte, los objetos artísticos... En el control social. El discurso dominante nos vuelve vulnerables, nos aquieta porque, ¿cómo vamos a resolver los problemas sociales, que son cuestiones de adultos, si no tenemos la madurez para enfrentarlos? Más (ironizo) cuando ni siquiera tenemos resueltos los problemas personales afectivos.
        El arte, entonces (o su técnica de representación), cuando es masivo y oficial, no solamente propicia la formación de una identidad cultural, también propicia la conservación de esa cultura en un diario acontecer donde se nos olvida (o eso quisieran) que lo normal es lo natural... Siendo que en la naturaleza tal cual, la que se queda afuera de cualquier discurso, esa no guarda parámetros para la belleza y la fealdad porque en la naturaleza no existen. Por ello, en esa cotidianidad natural (sin belleza y sin fealdad), las personas encuentran una salida, un beneficio, una evasión... Adoramos lo intenso, la intensidad con que transcurre nuestra vida, ya que la virtud, con su contraparte odiosa (el vicio), le ha dado paso a valores más esquivos como la satisfacción (y su contraparte: la frustración). Revisemos, ¿con qué intensidad vivimos la satisfacción y la frustración? Qué moral se le puede aplicar al comportamiento infantil que nos propicia esa actitud si a final de cuentas es un efecto colateral del discurso dominante vía sus manifestaciones técnico-artísticas, y no creo que haya sido advertido ya que orada a la misma sociedad norteamericana, cada vez más exhausta con ser el emblema ideal de las sociedades humanas. Y si bien la humanidad ha reaccionado positivamente al dar con la solución para contrarrestar esta adoración por la intensidad, vía la realización íntegra del individuo en concordia con la naturaleza (lo que nos da como resultado: salud mental), el discurso oficial también ha reaccionado y lo ha vuelto un tema de moda, sobreexpuesto, que le ha permitido apropiarse de ese discurso saludable para pervertirlo y con ello desencantar al grueso de espectadores [Con plantear situaciones en las que no todos merecen estar saludables o en las que no todos pueden económicamente conseguir lo necesario para estar saludables], que ante el desencanto retornan a la intensidad combatida, representada en lo cotidiano: el respeto a la propiedad, iniciativas y deseos privados, por más retorcidos que estos sean.
        El valor íntimo (“oculto” a los ojos de la sociedad) que le damos a la intensidad, prioriza la satisfacción egoísta que sólo requiere de una actitud de suficiencia, sin importar la naturaleza detonadora de la misma (vía sustancias, prácticas, objetos o dispositivos). Una satisfacción que no requiere de cumplir con expectativas de índole social ni familiar, se oculta en las tradiciones y en las formas oficiales, pero también está presente en los sistemas antisociales, contraculturales o de resistencia, vive en paralelo a nuestra convivencia. Así, lo que no cumple el discurso dominante, la sociedad lo cubre con permisiones (vicios, perversiones) que están fuera del presupuesto oficial, pero cuyos efectos requieren de invertir más en instituciones de imagen y de seguridad policiaco-militar, nunca en salud y educación porque, de hacerlo, se hablaría de un Estado benefactor y no en lo que está convertido el Estado malechor mexicano, por citar un ejemplo.