domingo, 17 de abril de 2016

Poética del desastre (2016)





El arte en general ofrece contactar con nuestra innata humanidad, es nuestro laboratorio de posibilidades humanas, corre en paralelo con nuestra existencia: la vida como es, la vida como debería ser, la vida en sus aspectos más absurdos... Siendo el arte en general simulacros de nuestra percepción (sensorial, afectiva, espiritual, conceptual); experimentamos con constructos, objetos, formas, interactuamos con estos para afirmar nuestras vivencias, o enriquecerlas o modificarlas. El arte provoca, por medio de artificios: vivencias, experiencias paralelas a las de nuestra existencia; una existencia que por ser tan cotidiana carece [o carecía porque la moda, el maquillaje, el vestuario, la utilería, la actuación, los escenarios sociales, le dan una buena dosis de artificio a nuestra vida cotidiana] del efecto que producen las técnicas artísticas.
        Pero el propósito del arte va más allá de la ontología personal, recordemos a los griegos de la antigüedad que reconocían en el poder del arte la recreación de hechos (sobre supuestos culturales) para darle identidad a su época (un rostro que se conserva como la época de la Grecia Clásica). Desde entonces, esas recreaciones necesitaron de técnicas de representación ordenadas desde los objetos mismos, creados de modo estético (los objetos literarios, su escritura, son un caso). Ello con una finalidad meramente apelativa, pues le concede al consumidor de ese arte, la posibilidad de identificarse, de pertenecer al grupo que patrocina y difunde ese arte. Por supuesto, con la sobrepoblación y la interconexión que hoy existe entre los individuos, ya no se puede pensar solamente en culturas nacionales o nativas, existe una cultura dominante de identidad global, organizada y mantenida por los medios de comunicación masivos, la cual va a contracorriente de las culturas que le resisten.
        Como muestra de ese dominio o poder, están los objetos de las productoras estadounidenses, la gran producción de sus series televisivas, que han mudado las salas de los teatros al centro mismo de los hogares (sea el comedor, la recámara o el baño) y de las personas fuera del hogar (los llamados smartphone); estos son los unificadores culturales de nuestra época, lo mismo que sus sistemas noticiosos o deportivos, su sistema científico-militar, su sistema innovador de productos y su sistema comercializador de “arte”.
        Pero a pesar de ello, la fenomenología estética del arte sólo responde a su naturaleza: representar lo que somos como habitantes de una sociedad o de un orden (religioso, político, social, institucional, natural, científico). Y lo logra con la misma técnica que los griegos clásicos, cuando el arte no sólo reconocía la belleza, también apreciaba la fealdad; al reconocerse lo bello se le da existencia y su digno lugar a la fealdad. Ambos extremos le permitió a los griegos pensar en el justo medio, que a la larga ha pasado a nuestros días como una aspiración de lo que debe ser un Estado benefactor: el bien de un lado, el mal del otro y en el centro la justicia, lo justo, o el Estado benefactor. Pensemos por ejemplo en el pago de impuestos: una persona con altos ingresos vs una persona con muy bajos ingresos... En medio quedan las normas que, convertidas en leyes obligan a ambos (empresas y transnacionales incluidas) a aportar con dinero al mantenimiento del Estado benefactor. Pensemos también en el trabajo: el trabajo mejor remunerado vs el trabajo menos remunerado... En medio queda: la protección social (salud-educación-alimentación-recreación-seguridad-cultura) En México lo representó el IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social). Sin embargo, cuando el justo medio [la norma (reglamentos-leyes) y lo normal (lo natural-lo cotidiano-lo ordinario)] cae en las reglas de la estética, se convierte lo normal en ABURRIDO y lo extraordinario (como la belleza o la fealdad) en DIVERTIDO. El arte siempre plantea una insatisfacción con las normas o con la normalidad en que la sociedad convive; se mueve en el mundo de los inconformes, de lo que la cotidianidad no es, e intenta aspirar a eso que no es. Por ejemplo, el arte puede protestar en contra de la corrupción en el gobierno, en contra de la violencia de género, en contra del trabajo infantil... Puede manifestarse en contra de la muerte y de la misma humanidad. Denuncia, evidencia, expone, estudia, ironiza. El arte siempre está en contra de lo normal y de lo cotidiano. Pero, además, el arte es siempre una espada de doble filo. Así como puede atender los asuntos de Estado, los asuntos de interés general, también puede magnificar (por su natural amoralidad y completa humanidad) los asuntos pequeños, los problemas domésticos, la mera intimidad que no se opone al orden social establecido, lo cual permite que miremos en nuestro entorno 'menos social' pero más inmediato: vemos a quién tenemos a nuestro lado (relaciones afectivas) volviéndose evidente las cosas que no queremos de esas relaciones, la insatisfacción que nos produce la cotidianidad de las relaciones personales; por ello existen las historias de amor; si se tiene un hijo o hermano o familiar triste, el arte arma una historia donde ese hijo-problema se redime al convertirse en un hijo reconocido, revalorizado y ejemplar. Todas las historias de superación personal se dan sobre la lógica de que estamos conformes con el entorno social, pero inconformes con nuestra vida a nivel personal, porque sin el conformismo social resultarían historias que nadie creería, serían exageradas, innecesarias o falsas.
        Desde la teoría, incluso, la inconformidad evidente de los objetos artísticos, se establece sobre la representación de un conflicto, de una contraposición o de un hecho dialéctico. Así, planteamientos de interés general, procuran ser agresivos con quienes no han aceptado su entorno tal cual. Pero planteamientos amorosos, con entornos terribles aceptados, son bien recibidos. Y aún más, si algún artista es capaz de ver esa dicotomía, se encuentra en posición de ironizar, de celebrar el absurdo de nuestra convivencia irreconciliable con el valor de la justicia; de tal modo que la ironía, la burla, el chiste, nos muestran el límite para congraciarnos con nuestra finitud existencial. Lamentablemente, un planteamiento irónico, fársico, grotesco, sólo es visible para un consumidor educado en las humanidades e informado en general. Y como esto ocurre cada vez menos, lo que llega a la gente con facilidad son los conflictos afectivos. La televisión y el cine explotan las representaciones del amor en todas sus vertientes (amor a sí mismo, al hermano, al amigo, al ambiente, a la sociedad, al conocimiento, al trabajo, al socio, al deporte, a los enfermos, a la familia, al planeta, a los adelantos científicos, al terror, a los policías, a los vaqueros, a la juventud, a la infancia, al los abuelos...), realizadas con técnicas propias del arte teatral que sustentan el carácter comercial de las mismas; producen objetos 'artísticos' que tienen la peculiaridad de observar los pequeños problemas para neutralizar los problemas mayores, de interés general, lo cual beneficia al discurso apelativo de aceptación cotidiana de la realidad, por más terrible que esta sea ya que no busca transformarla, al contrario, le pone un límite a nuestras posibilidades de existencia colectiva a cambio de liberar los límites en las posibilidades egoístas, que CUALQUIERA puede realizar (robar, mentir, asesinar, abusar, defraudar, enfermar, incumplir...) a expensas del interés general, que cada vez es menos visible.
        La mayoría de las personas (consumidores para la cultura dominante) no se niegan a las representaciones de los pequeños problemas, es lo único confiable que les ofrece el Estado, ya que la función del arte no ha cambiado desde la Grecia Clásica: lo que buscan las personas es reconocerse, pertenecer a una cultura sostenida por un discurso mayor que se replica (hasta la nausea hoy en día), sea de forma cognitiva o instintiva (persuadiendo o sugestionando), ofreciendo razones morales (series de televisión, noticiarios) o provocando un ejercicio deliberado de emociones (telenovelas, concursos, eventos deportivos...) que inhiben la participación ciudadana y propician en los individuos una sensibilidad tendiente a la sugestión, al pensamiento mágico, a la fantasía, propios de una madurez infantil. Es ahí donde se manifiestan de modo organizado las técnicas del arte, los objetos artísticos... En el control social. El discurso dominante nos vuelve vulnerables, nos aquieta porque, ¿cómo vamos a resolver los problemas sociales, que son cuestiones de adultos, si no tenemos la madurez para enfrentarlos? Más (ironizo) cuando ni siquiera tenemos resueltos los problemas personales afectivos.
        El arte, entonces (o su técnica de representación), cuando es masivo y oficial, no solamente propicia la formación de una identidad cultural, también propicia la conservación de esa cultura en un diario acontecer donde se nos olvida (o eso quisieran) que lo normal es lo natural... Siendo que en la naturaleza tal cual, la que se queda afuera de cualquier discurso, esa no guarda parámetros para la belleza y la fealdad porque en la naturaleza no existen. Por ello, en esa cotidianidad natural (sin belleza y sin fealdad), las personas encuentran una salida, un beneficio, una evasión... Adoramos lo intenso, la intensidad con que transcurre nuestra vida, ya que la virtud, con su contraparte odiosa (el vicio), le ha dado paso a valores más esquivos como la satisfacción (y su contraparte: la frustración). Revisemos, ¿con qué intensidad vivimos la satisfacción y la frustración? Qué moral se le puede aplicar al comportamiento infantil que nos propicia esa actitud si a final de cuentas es un efecto colateral del discurso dominante vía sus manifestaciones técnico-artísticas, y no creo que haya sido advertido ya que orada a la misma sociedad norteamericana, cada vez más exhausta con ser el emblema ideal de las sociedades humanas. Y si bien la humanidad ha reaccionado positivamente al dar con la solución para contrarrestar esta adoración por la intensidad, vía la realización íntegra del individuo en concordia con la naturaleza (lo que nos da como resultado: salud mental), el discurso oficial también ha reaccionado y lo ha vuelto un tema de moda, sobreexpuesto, que le ha permitido apropiarse de ese discurso saludable para pervertirlo y con ello desencantar al grueso de espectadores [Con plantear situaciones en las que no todos merecen estar saludables o en las que no todos pueden económicamente conseguir lo necesario para estar saludables], que ante el desencanto retornan a la intensidad combatida, representada en lo cotidiano: el respeto a la propiedad, iniciativas y deseos privados, por más retorcidos que estos sean.
        El valor íntimo (“oculto” a los ojos de la sociedad) que le damos a la intensidad, prioriza la satisfacción egoísta que sólo requiere de una actitud de suficiencia, sin importar la naturaleza detonadora de la misma (vía sustancias, prácticas, objetos o dispositivos). Una satisfacción que no requiere de cumplir con expectativas de índole social ni familiar, se oculta en las tradiciones y en las formas oficiales, pero también está presente en los sistemas antisociales, contraculturales o de resistencia, vive en paralelo a nuestra convivencia. Así, lo que no cumple el discurso dominante, la sociedad lo cubre con permisiones (vicios, perversiones) que están fuera del presupuesto oficial, pero cuyos efectos requieren de invertir más en instituciones de imagen y de seguridad policiaco-militar, nunca en salud y educación porque, de hacerlo, se hablaría de un Estado benefactor y no en lo que está convertido el Estado malechor mexicano, por citar un ejemplo.