miércoles, 23 de marzo de 2022

ARTHUR MILLER

Javier Acosta Romero

usygly@gmail.com 


Los libros son como las personas con que hacemos conversación; secretamente los atraemos o descubrimos con los días el por qué era necesario encontrarlos. Muy activo inicié la lectura del libro Arthur Miller: Teatro reunido (Tusquets. 2015), que incluye los textos “Todos eran mis hijos” (1947), “Muerte de un viajante” (1949), “Las brujas de Salem” (1952), “Panorama desde el puente” (1955) y, “Después de la caída” (1964). Las tres primeras obras fueron muy disfrutables. Pero las últimas dos, tuve que demorar su lectura porque el tiempo no me daba para leerlas de corrido.

    Pasaron dos meses para que pudiera leerlas. Y al hacerlo descubrí que en esos dos meses me estuve preparando (sin saberlo) para digerir su propuesta que, de otra manera, hubiera pasado desapercibida. Dejo aquí, a grandes rasgos, lo observado:  

    Salvada la rutina de leer los textos dramáticos en función de su propuesta escénica (constantemente el ritmo del texto se ve intervenido por las directrices que pide el dramaturgo) se puede sentir la intensidad y capacidad dramáticas, la apabullante majestuosidad de los escenarios y, la complejidad que se requiere para ponerlos en escena en México. Son textos que requieren de grandes producciones hoy impensables para nuestro país. Y si fueran impulsadas por empresarios particulares, el riesgo asumido sería mayúsculo ya que, los planteamientos de Miller no son digestivos ni agradables ni comerciales; desbordan humanidad, eso sí; aterrizan constantemente en asuntos sumamente serios, como lo son las relaciones entre padres e hijos, las relaciones en un matrimonios o con la pareja sentimental, las relaciones (o cruces) del ser civilizado con el irracional, lo cual distiende siempre entre la moral y la ética o las desaparece.

     Para colmo, sus protagonistas (hombres todos ellos; muy actual para todxs los que se mojan los labios con el patriarcado) resuelven de manera virtuosa, lo cual es poco común en el comportamiento humano. Por lo tanto, los textos de Miller trascienden los valores predominantes y establecen la virtud del alma humana a partir de casos que por su carácter (¿divino o milagroso? No, simplemente humano) lo logran, sumado a sus circunstancias, sea por su educación, o por su profesión, por su empleo, iluminan en el escenario la complejidad de nuestra especie, en una época de interconectividad productiva y digital: Por un lado, un coctel de valores que no sirven para nada y, por el otro, nuestras vivencias de la infancia. 

     Las cinco obras logran dimensionar a nuestra especie de forma bella (hermosa) y rotunda, es decir, con horror calculado, pero considero que las más efectivas están en los personajes y situaciones de Panorama desde el puente y, de manera más educada (y por lo mismo más oscura) en Después de la caída. En la primera, el protagonista termina en una pelea de cuchillos; la otra termina en una decisión que lleva al protagonista a traicionar a todos sus familiares, amigos y demás apegos para darse la oportunidad de contraer matrimonio por tercera vez. Le vale, y ¡qué bueno!

     Se habla mucho de los otros textos: Todos eran mis hijos y  Las brujas de Salem, pero al descubrimiento que hace Miller en La muerte de un viajante, le da continuidad en Panorama desde el puente y en Después de la caída. La sustancia dramática que estos textos sugieren para el escenario, potencian momentos fundamentales en la vida moderna, como lo es el proteger lo que se ama o, la estabilidad y propósito de vivir en pareja. Es decir, socava y destruye la base de la vida social contemporánea, o la explica. Lo cual debe ser un alivio para quien lo atestigüe frente a un escenario con excelente producción. Lo que de nuevo nos devuelve a la realidad mexicana para lograrlo.

      Creo que la obra más factible de producir es Panorama desde el puente: La animalidad y el corazón protector del protagonista, un hombre (masculino) que tuerce la realidad de quienes lo adoran y admiran hasta que estos lo detestan y repelen; muere seguro de que su error solamente puede lavarse con su sacrificio. Es como si los problemas más inmediatos, de pronto, fueran  absorbidos por una sola persona a la que estamos dispuestos a matar. Y así ocurre. Díganme ¿Dónde hemos visto ya esa historia? Claro que es una genialidad trabajar sobre la dinámica del mito bíblico del viacrucis cristiano, consciente o inconscientemente, pero ahí está revitalizado, actualizado. Y nadie levantará una Iglesia a Arthur Miller por ello. Es un texto dramático que sugiere un trabajo profundo para preparar al espectador hasta exponerlo a un efecto preciso: el asesinato ritual de quien está en el centro de lo mejor y lo peor de una época y una sociedad. Miller lo hace desde los migrantes de entonces, los italianos; plantea en escena la frontera o periferia de la cultura dominante norteamericana de 1955; demarca con sus ambientes el fin y el principio de nuestra civilización más urbanizada. Un asunto muy actual (A pesar de las aculturaciones venidas de Asia) porque no hemos cambiado para nada, seguimos en la frontera que se vive en Panorama desde el puente, que cada vez extiende sus márgenes de miseria humana con otras migraciones, como la mexicana. 

     En adelante, aprovecho el espacio para destacar algunos apuntes sobre los textos restantes del mismo libro: 

 

1.-Todos eran mis hijos. Para grandes actuaciones, y lo digo porque si no funcionan, es muy fácil que el espectador lo tome a broma. Podría decirse que es la de menor producción y la de mayores alcances comerciales ya que es sumamente reconocible en sus motivos y, es de efectos continuos que impactan en el espectador (si está bien actuada) hasta descubrirnos la verdad que tanto avergüenza a la familia Keller, lo que vuelve necesario el suicidio del primogénito y del patriarca para rezarcir el daño, protegiendo con ello al único hijo vivo, heredero de una industria próspera manchada con sangre.


2.-Muerte de un viajante. La complejidad del escenario es la base de su espectáculo. La actuación del protagonista es fundamental porque debe ser evidente su degradación interior, cada vez menos conectada con la realidad. El efecto final es escalofriante ya que dejamos de  ver al personaje y solamente estamos frente a su tumba. Esta despersonalización juega con la realidad que se puede vivir con la muerte de familiares cercanos. No es para llevarlo a una película; el simbolismo que se logra en un escenario reúne a la comunidad, esa reunión es la que le da el efecto final a esta obra.


3.-Las brujas de Salem. Absurda e irreal, eso es lo que debe decir el espectador mientras contempla el escenario, y negará esa realidad escénica por conveniencia moral, más no porque sea una obra mediocre. Lo curioso es que, conforme avanza la obra en sus cuatro actos, nos sentimos cada vez más familiarizados con las víctimas, al grado de aplaudir lo que el protagonista decide hacer: abandonar (traicionar) a su esposa, a su bebé, con tal de mantener en la memoria de los sobrevivientes algo tan despreciado hoy como lo es la dignidad.


4.-Después de la caída. Dos actos completamente distintos. El primero se mueve en los asuntos de interés colectivo; acaba ese acto y nos sentimos dignos. Pero llega el segundo y cambia todo, se mueve en los asuntos de interés individual, se adentra en la oscuridad de la belleza, de la pareja ideal que se convierte por sus virtudes en una bomba de tiempo que acaba con todo lo logrado:  belleza, amor, regocijo; que se ven sustituidos por el derroche, la desconfianza y el poder. El protagonista se rescata en el instante que la vida se lo pide. Sí, la dignidad de nuevo, pero desde el rostro oscuro, animal, como si la dignidad humana estuviera más allá de lo ejemplar y fuera esencial, innata, en todos y cada uno de nosotros; otra cosa muy distinta es tener ganas y razones para activarla.

      Lo que queda muy claro es el poder que posee una persona (cualquier persona) para hacer lo que sea; lo cual es aterrador, ya sea que lo haga desde la ingenuidad o desde lo intelectual. El punto que observa Miller está en la capacidad que tenemos para desprendernos de los afectos, con madurez o sin ella. Al plantearlo le quita lo complejo porque implica acción, no un sueño de realización, no un deseo sino acción. Pero antes de que el protagonista acceda a esa realización y la miremos como espectadores, termina la obra de manera abrupta. Suponemos que la realización se logra pero no la vemos. Compromete con ello al espectador. Nos desenmascara; nos presenta a nuestro ser esencial que termina sobreponiéndose a nuestros otros yo que respondieron a las exigencias con las cuales crecemos: el ser hijo, el ser amigo, el ser profesional, el ser pareja, el ser padre, el ser vecino, familiar…; todo ello la obra lo hace a un lado (traiciona) para que seamos fieles a nosotros mismos, sin egoísmo; abrazar nuestras carencias y deformidades. Suena bastante bien, sin embargo, la obra es una prueba de que puede lograrse o que debería lograrse. Es una obra para más de 20 actores, con un dispositivo escénico de plataformas que tienen como base una de las torres de vigilancia de los campos de concentración nazis, para dimensionar que no se trata de un asunto cualquiera sino de humanos que abandonan el teatro más seguros de esa inseguridad que la existencia derrocha en nosotros. 


5.-Claro, caminar en la oscuridad siempre es una purga de la que se aprende con dolor. Pero nos reubica y nos muestra, aunque a veces sea demasiado aprendizaje para digerir; como sea, se presenta con las dimensiones que necesitemos para verlo, creerlo y asumirlo. Eso son las obras de Arthur Miller, una especie de terapia de shock, bastante eficiente si se acompaña de la producción y actuaciones requeridas. Material altamente delicado.



Miller con los actores de After the fall (1964) Barbara Loden, como Maggie y, Jason Robart Jr como Quentin; además del director Elia Kazan.

ss