Javier Acosta Romero
Siempre
el raro es él, que disfruta ese aire de afuera, que conserva en su piel el
luminoso sol de las mañanas, que siente los pasos camino al comedor como si pisara
una luz pura, una sensación de levedad, necesaria para abordar con ligereza los
almuerzos cotidianos.
–¿Todo
bien, Pancho?
–Sí,
padre.
–Y,
ustedes dos, ¿ya están listos?
–Con
la pistola desenfundada, papá...
–Desenfundada
y con cargadores extras, jejeje...
–...Algún
día –Mastica el papá– deberíamos esforzarnos en perder dinero. Ya basta de
ganar... Es algo que debe ser posible, ¿no lo creen?
–Ha
de ser, jejeje... –responde el más pequeño–, cuando gano menos de lo que
esperaba sufro igual, como si perdiera.
Mastican
las verduras caramelizadas.
–¿En
serio, Perico?
–...Si
no gano lo planeado me frustro, papá, lo siento como si perdiera la vida en una
dimensión a la que ya no puedo regresar si no es con ganancias.
–¡Bravo!
–Irrumpe Francisco y bromea–, mi hermanito es una prueba más de que el dinero
no es todo en la vida ni es trascendente en los negocios. ¡Perico ya es un
adicto, papá!
El
menor construye la respuesta y la tiene ya en la punta de la lengua, pero le gusta
también la manera en que brotan las venas en los músculos de su antebrazo al
momento de arrojar la servilleta en la cara de su hermano...
–Soy
un adicto a querer siempre más. ¿Cuál es el pedo?
Nadie
responde, porque saben que lo siguiente llevará la servilleta de cada uno a la
oquedad de la boca de cada cual. Eso, Perico lo desea, resbala el impulso por
su mirada que denota además una singular ingesta drogadicta. Perico es el único
que escucha los cubiertos cual potentes bombarderos contra los restos de
comida. Pero disimula. Todos disimulan. Llevan su energía a dejar en claro el
cansado gesto, segundos necios donde el papá limpia intensamente sus comisuras
con la idea que a diario lo aligera:
–La
única manera de perder todo lo que tenemos, será si nos desaparecemos unos
cuantos días, o todo un año, o toda la vida.
Francisco
esculca en la intención de esas palabras...
–¿En
realidad lo crees?
El
papá descubre entonces que pensó en voz alta y su primera reacción es natural:
lo niega; se sonríe; enrojece; hace muecas. Es torpe en su respuesta que no les
dice nada:
–Mmmmm-ññññññ-ahhhh...
sí.
–Pues
estoy contigo, papá. Es buena idea –canta Períco, que devora más fideos vietnamitas.
Los
otros dos no esperaban menos e inevitablemente ríen a carcajadas.
Perico
se lanza sobre ellos, desordena la mantelería mientras infesta con tela las
oquedades babosas de sus hermanos:
–Sí
–sus músculos son ágiles tenazas–, yo mismo los mataría, puedo verlos reventados
por completo, sin ningún pedazo de carne que asegure al mundo que ustedes existieron.
–¡Jahahahahaha!
–Los hermanos se pierden en la poca resistencia para terminar huyendo de la
mesa, con su papá absorto en el paréntesis creado con estruendo (cachorros al
fin): platos caído, sillas chirriantes y tanta comida disparada en todas partes.
Perico
tiene euforia para regalar.
El
mayor y Francisco, más conscientes de que su padre sigue en la vida, firme en
su silla, retoman la formalidad de las mañanas. Usan las mismas servilletas que
sacaron de sus bocas, ladean la cabeza, estiran el cuello y la espalda...
Mastican... Sonríen entre ellos, se congracian con su padre.
–A
mí parecer –dice el mayor– lo tuyo me suena a una excelente película. En lo que
pueda, quiero ayudarte...
–Empieza
entonces con envenenarnos el desayuno de mañana –Lo reta su papá.
El
primogénito sabe dónde terminará esto.
–...Puedo
hacerlo, envenenarnos tantito, pero dile a nuestros agentes que me lo permitan.
Silencio.
Y
continúa:
–Nuestros
agentes siempre te obedecen. No hay necesidad de que nosotros lo hagamos. Ellos
pueden.
El
papá mastica un trocito jugoso de pollo adobado, se sabe el artífice de este
laboratorio familiar desprovistos de su propia historia, sin el pasado de una
esposa, de una madre engendradora, o de otra parentela a la que puedan invitar
o visitar. Las lágrimas le atascan la garganta. Pasa saliva. Ya no le importa
si está pensando o si lo dice desde los pulmones...
–He
tenido ganas de matarlos, y sí, he intentado matarlos, no sólo matarlos a
ustedes, matarnos. Nuestro cuerpo de seguridad no es el problema... ellos nunca
intervienen... ni se enteran... Es algo peor, les he puesto a ustedes el cañón
de una pistola mientras duermen, una espada, un cuchillo, una escopeta. He
hecho el esfuerzo por matarlos, y al tratar de liberar ese impulso asesino,
algo siempre se interpone... Hasta he traído bombas para detonarlas, y las
activo pero nunca estallan. No pasa absolutamente nada...
Los
hijos dejan de comer, bajan la vista para no avergonzar a su padre con las
tantas lágrimas que le escurren por la cara sin limpiarse ninguna; algunas caen
en la taza de té...
–También
he intentado prenderle fuego a este edificio... He mandado a un grupo especializado
a que arroje sobre nosotros misiles dirigidos con laser, o que saboteen nuestro
helicóptero y toda nuestra flota de transporte... Pero nunca nada; somos
malditamente intocables, prodigiosamente invencibles...
Silencio.
No sabe si sus hijos lo escucharon o disimulan que realmente nada ocurre
porque, lo más seguro, es que realmente nada ocurre.
–Papá
–dice Perico–, si en serio quieres tanto unas vacaciones, tómalas y ya...
Ríen
los otros, y aprovechan para pasar a otros asuntos. El mayor despepita, dice
que hay una nueva viuda, la recepcionista de la sede en Polanco, tan hermosa
muchacha y simplemente su viudez la ha convertido en apestada... Pues apúntate
hermano.
–Apúntate
tú a ver si así se te quita lo putote.
–Yo
lo digo por ti, para ver si lo puto lo confirmas y me dejas a la Chela esa, de
los Aguinaga.
–Te
dejaré pero bien pendejo o, si quieres emparentar, ahí está la mayor, culta y
todo... igual y te quita la cara de asno que le pones las veces que te pide la
invites a salir...
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El Diablo ensaya... 4 (Fragmento. Javier acosta 2020). |