domingo, 19 de enero de 2020

YAGÉ!!!


Javier Acosta Romero

“¿Quién soy ahora?” Que un evento cultural logre tan acentuada lucidez existencial obligaría a mirar con mayor atención qué lo detonó: la ingestión de ayahuasca en una ceremonia de sanación, de la mano de dos maestros del Amazonas colombiano, Jaime Muriel y Julián Saute, en medio de un santuario natural como lo es el bosque Los Organillos, de la comunidad otomí, en el Estado de México, a hora y media de la Ciudad de México.  ¿Quién soy ahora, a partir de esa ceremonia? Si lo comparo con algunos eventos teatrales, tengo que ir más allá, cruzar los límites de las instituciones que administran y proveen eventos en los espacios teatrales. Luego, en el extremo opuesto, si lo comparo con las ceremonias religiosas (las que tengo más presentes son las ceremonias del culto católico), tengo que ir más allá de la figura del sacerdote, cruzar los límites de la figura sanadora de los terapeutas y aterrizar en el ritual colectivo de las “constelaciones familiares”. Entre esos extremos, en la zona donde el teatro deja de ser institucional y donde las ceremonias colectivas dejan de ser instituciones religiosas para detenerse en el instante de la sanación, está, a un lado (no sé cuál) la sola vivencia de fe en lo divino (como sea), la propiciación del encuentro místico vía los rituales milenarios del yagé, su efecto enteógeno. “¿Quién soy ahora?” La ceremonia expandió mi mente para que observe ciertas tareas a realizar (intuidas por mí, conocidas solamente por mí en esa otra zona –interior e íntima– en la que no podemos mentirnos a nosotros mismos) y que de otra manera no hubiera advertido en la hecatombe dramática de este siglo XXI, que siempre nos marca con las acciones que realizamos frente a otros o que ocultamos de otros; además, la dimensión mística, de encuentro con lo divino (como lo entienda cada quién), fue tan convincente que aún trato de observar las cuestiones morales y éticas que ofrece esta cultura del yagé (equivalente regional amazónico de la ayahuasca), que a fuerza de intromisiones colonialistas y por sobrevivencia guarda muchos sincretismos con los rituales católicos.
Aspecto del santuario otomí Los Organillos, al amanecer, terminada la ceremonia. Lo sorprendente es que no se nota lo purgado por catorce personas por ningún lado.
 Al practicarla (aunque haya sido por única vez) acercó a varios... Pero hablaré de mi persona. Acercó a mi persona a una dimensión espiritual, metafísica, con efectos que ahora percibo en el mundo físico: en cuestiones de salud y salud emocional, donde la tranquilidad y la paz (la ausencia de conflicto) las suponía ideales, pero la mente es poderosa, y el ritual al que aludo lo fue también, por eso lo reseño. La ceremonia otorga verdades (si eso se requiere) o dones distintos como las "respuestas". Se puede llegar a la ceremonia por curiosidad, se puede imitar a los otros participantes por unos cuantos minutos, pero cuando sucede la ingesta del purgante se vulnera lo orgánico y nuestro actuar se apega a lo imprevisto de su efecto. Hay quienes vomitamos muchas veces y una vez tuvimos diarrea. Y hay quien primero tuvo diarrea y luego vómito, o ambas al mismo tiempo o etcétera. Somos el actuar de la purga en nuestro cuerpo, con efectos profundos en las dimensiones de la psique que no son para nada recreativos sino, por su intimidad universal, sagrados. Y debo aceptar que negué el efecto cuanto pude, como si se tratara de algo que me haría daño (ellos le llaman “resistencia”), me decía que la purga era terrible. Sin embargo, su sabor (a café con miel) y la manera en que llegó al estómago (con absoluta suavidad y calma), me decía que todo saldría bien (Yo histérico por fuera). Eran los primeros cinco minutos, luego... a vomitar, a equilibrar la ansiedad del cuerpo con esa calma que seguía avanzando (lo sentía) como un astuto y ligero animalito que hurgaba con sabiduría en mi sistema digestivo. Escalofríos y espasmos de respiración me decían que aún estaba ahí. Los párpados cerrados, la introspección simbólica, la magia del animalito con su temperamento y buen humor en cada célula, construía rincones apartados, extraños o familiares momentos, enigmáticos, que exigían un actuar, un decidir, un aceptar, un resolver, un encontrar. Por fuera, en tanto, más vómito, diarrea, cuerpo cortado, adormilamiento, espasmos... Con dos pautas más para ingerir más purga, acompañados de una música que en la plenitud mística (o sueño o encuentro) me sujetaron al mundo y me asomaron al otro con la humildad de una guitarra acústica, de una armónica silvestre, sonajas naturales, dos voces jóvenes, una femenina y otra masculina (Fue hasta el otro día que me enteré que se trataba de un grupo musical profesional, originario de Morelos, Palo Mango. Dejo un enlace en YouTube: https://www.youtube.com/playlist?list=PLzwzLtoxV-o8gVviZSMvX_sCQTAtQEEkf ).
Terminada la ceremonia, con el grupo Palo Mango, Rebeca Catalán y Diego Velázquez. En medio de ellos el organizador de la ceremonia, Gerardo. Tan frescos todos en ese "amar-nacer" del amanecer otomí.
Si no me sabía enfermo me sentía en tratamiento, abnegado a aquella fría madrugada, cercano al fuego que hicieron en la chimenea del local (una amplia cabaña de ladrillo con techo de lámina) donde un grupo de personas permanecíamos en metamorfosis, como bultos inermes cuando no estábamos purgando con vómito y diarrea. Éramos música, la armónica pueblerina llevada al interior de un bosque majestuoso, aferrados a los cuidados del santuario otomí. Me hubiera gustado, al amanecer, ayudarles a acomodar las sillas para hacer un círculo que los Maestros pidieron, pero yo me sentía tan vacío, tan inútil que podía caer si no me hubieran ayudado. Mi situación era lamentable y primeriza. Estaba seguro de que no podría regresar a casa por mi propio pie. Lograron el círculo y los Maestros nos dieron la bienvenida a ese “¡Amar-nacer, amar-nacer!” que dicen ellos del amanecer, muy opuesto al despojo humano en que yo estaba convertido. Pero la ceremonia continuó, los Maestros nos pidieron no abrir los ojos y mantener una postura que nos permitiera recibir “¡regalos del cielo!”. Cerré los ojos, puse las palmas de las manos hacia arriba, en forma de cuenco y por encima de los hombros, con la actitud del desorientado al que le daba lo mismo a dónde lo empujara el poder del cielo. Los Maestros hicieron dos rondas individuales, personalizadas para cada consultante: plegarias al Padre, rezos o conjuros yagé (no lo sé) que fueron aliviando mi tanto malestar y acallando mi asombro hasta vibrar con sus rezos y su fiesta energizantes. Me sentí tan feliz, tan en concordancia con el mundo que, sonreí y lloré. Para sorpresa de los primerizos, la ceremonia no termina con los efectos del purgante, se cierra con el ritual personalizado que puso mi cuerpo en sintonía con la belleza del lugar, con la belleza de las personas con quienes compartí la madrugada y el amanecer del 20 de diciembre de 2019, una ceremonia sorprendente por la sencillez de sus recursos y por la humanidad de sus Maestros. Es tan simple como llevar a servicio una máquina, un carro, unos zapatos. Pero si los zapatos o el carro están mejor que sus dueños, lo que hay es torpeza y malestar. Ni siquiera sentía hambre. Nada necesitaba, al contrario, tomaba el respirar como el regalo que es, el mirar como el regalo que es, el tocar como el milagro que es... Y como cualquier revelación mística me tardé varios días en escribir la reseña prometida que hoy entrego. Queda así.
El Maestro colombiano, el taita Jaime Muriel con su servidor, terminada la ceremonia. Sin agotamiento, sin malestar, sin necesidad de nada.
Anexo algunos enlaces si la inquietud aparece, ya para acercarse o para alejarse, responder al llamado o dejarlo pasar entre los ruidos urbanos. Nada obliga. Nadie.