domingo, 5 de junio de 2016

De los dramas paralelos


Al leer El esclavo del demonio (1612), pensé de inmediato en sus manifestaciones demoníacas: hacer lo que los bandoleros: robar, violar a las mujeres, asesinar... Eso, básicamente. Pensé entonces en los demonios del siglo XXI. Por ejemplo, ya no se usa al bandolero, eso quedó en las películas, ahora se habla de narcotraficantes, de ladrones de cuello blanco, de ecocidios... Las manifestaciones demoníacas se han especializado. Hoy en día se vuelve complicado concentrar tanto mal en una sola persona. Antes era suficiente con llamarle a alguien bandolero para hacer alusión a lo demoníaco. Igualmente, en El esclavo del demonio, de Antonio Mira de Amezcua, aparecen las personalidades que están exentas de lo demoníaco, por ejemplo el Príncipe de Portugal que, al final de la obra es ya Rey de Portugal; un personaje que en general es caprichoso, mentiroso, lujurioso, prepotente que, si salió del reino fue para agradar a su padre enfermo; el príncipe va en busca de alguien que le haga el milagro de salvar la vida de su padre el rey. No lo consigue pero, ese lance a favor del padre, lo eleva por encima de los bandoleros de la obra, como lo llegan a ser Don Sancho o Don Diego, quienes tuercen la palabra del suegro, y sólo se aplacan cuando la mujer deseada (Leonora, la mujer de mayor belleza física en el reino) responde únicamente al Príncipe y futuro rey de Portugal. Ella, además de bella es obediente de los dictados de su padre, al grado que aunque sus deseos sean contrarios, la obediencia es primero. Una obediencia que al final coincide con sus anhelos a manera de premio pues se queda con el Príncipe.
            Tal obediencia, vista a ojos contemporáneos suena chocante y reduccionista de lo femenino. Sin embargo, la obra no se cansa de destacar a cada rato el valor religioso de que los hijos (hijos e hijas) deben obediencia a los padres (propios y ajenos). Ley moral que se refracta en la obediencia que le deben los vasallos al rey; un exceso que es bien cuidado por Amezcua ya que las mujeres son hijas de su padre y los hombres son como hijos (vasallos) del rey (a modo de 'pater familia'). Por lo cual no se puede pensar en términos de discriminación sino en términos de equilibrio dramático. A final de cuentas, ambos niveles de obediencia se someten a Dios, encarnado en la tristeza paterna del viejo Marcelo, y encarnado con poder de Estado en el Príncipe (luego rey) de Portugal.
            Pero intercalado en los giros anecdóticos de la pléyade de personajes y sus relaciones, se halla un personaje que encarna la obediencia a Dios a partir de la desobediencia, que es el obedecer al Demonio; por lo mismo, se presenta como una desobediencia ejemplar: Don Gil, un representante de Dios en la tierra, un 'santo' (llamado así por la comunidad, quien extiende su fama), a sí mismo se tienta al leer una situación en la que no hay quien suba una escalera que desemboca en la recámara de una doncella dispuesta a entregarse sexualmente para desobedecer a su padre, negando con ello un casamiento arreglado, carente de amor. Poco antes, el enamorado, orientado por Don Gil, desistió de entrar en la recámara, dejando la escalera y a un criado que acostumbra hablar dormido... es una situación divertida ya que nadie esperaría que Don Gil iba a subir por las escaleras y entrar en la recámara, decidido a entregarse a los placeres de la carne... Pero ocurre. El divertimento se trueca en un asunto serio que, sin embargo se mantiene en el tono de diversión ya que el modo en que los personajes tratan de resolver sus graves problemas es a partir de acciones por demás irresponsables: unos se vuelven bandidos, otros se disfrazan para espiar y no ser reconocidos, sus pensamientos niegan sus acciones (como por ejemplo los pensamientos lascivos de Leonora), la deformación del rostro, el desnudo humillante, la presencia de los lacayos que siempre comentan con ironía... Simplemente, que un santo se tiente a sí mismo por hacer caso a la voz de un sirviente dormido es bastante divertido; así que aunque sea un tema serio, la forma nos aleja y la narrativa nos alivia de que no lo sea.

            No es una comedia, al modo español del Siglo de Oro, ni tampoco es didáctica aunque insista tanto en la obediencia. Es juguetona, eso sí, y en eso destaca la narrativa del drama, lo entretenida que se vuelve, sin involucrarnos moralmente en el asunto. Realizamos un ejercicio de emociones, variadas todas, en consonancia con las circunstancias, variadas todas también. Algo tan parecido a lo que es degustar un banquete en cinco o más tiempos, cada uno distinto pero unidos por un estilo, en este caso el espíritu de la época: religioso, moral y monárquico. Algo que las telenovelas mexicanas deberían lograr pero que ellas mismas se impiden, ya que el nivel de hipocresía que manejan en sus materiales, habla de que sus consumidores viven una deformidad moral que los hace pensar que esta ya dejó de ser importante, lo que deja vía libre al valor del 'respeto a la(s) propiedad(es) ajena(s)', incluidos los afectos, que son siempre de índole particular y si no, se trueca en particular.