domingo, 20 de diciembre de 2020

El Diablo Ensaya... / Tercera entrega

Javier Acosta Romero 


 

            Si alguien supiera que Gonzaga vivía en la tercera puerta a partir de la esquina más cercana, sabría también que la casa está vacía. Hasta la llave de entrada se ha perdido. El origen de la vida en esa casa se ha olvidado. Sólo es que den las siete de la noche para tocar el capulín que le sirve de sombrilla, compañero o tótem y, una presencia, se materializa, ya sea como niño o como señora, como oficinista o como obrero, tendera, médico, lo que quieran, hasta un futbolista de la cancha más cercana... Siempre con el mismo discurso:

            –Soy el diablo –le dicen.

            –No es cierto –les responde.

            –Sí lo soy.

            –Eres demasiado humano para serlo.

            –Te lo demostraré. Mataré a todos los habitantes de esta pendeja calle y solamente a ti te dejaré vivir.

            –No, por favor –les suplica falsamente a todos–, ya he perdido a muchos como para que otros tantos mueran nomás por dudar de que eres el diablo.

            –Entonces, ¿ya me crees?

            –‘Te lo creo’.

            –De todos modos mataré a los de esta cuadra.

            –Por favor –suplica como si pidiera tres tacos de canasta–, sólo mátame a mí, yo soy el pendejo que dudó, nadie más. ‘Te lo suplico’.

            –Está bien.

            Y una nueva ramita nace en el tronco del capulín, lleno de nudos gimientes, todos con el mismo rostro de Gonzaga, agradecido con no creerle nunca al diablo, día a día, esclavo en una calle que nunca tiene para cuándo desaparecer, con todo y los esfuerzo que se han hecho en los alrededores, como el café De los buenos días o el salón de fiestas que está al otro lado. O la tortería que devino en heladería para luego ser tortería de nuevo y al final un práctico expendio de comida corrida. O el bar de la contraesquina, dos pisos de mesas que nunca duermen aunque estén vacías. O los tacos de parrilla que atienden al lado opuesto los fines de semana, en uno de los costados del palacio industrial de Loreto, devenido en vecindad de comercios, atragantados por el museo de una muerta. Por eso es bueno regresar a la esquina, observar que sólo queda el capulín, el largo sillón maltrecho de Gonzaga y, a unos cuantos pasos, la clínica misteriosa atascada de ancianos que llegan a hacerse pruebas químicas con la locura de querer recobrar la salud perdida... O encontrar, a un ladito, la sucursal bancaria (lado posterior del maldito consorcio global todavía norteamericano), que sólo ofrece una salida de emergencia. O el agujero de más abajo, con unos cuantos pasos se alcanza, ahí entran los carros a un burdel de mercancías que dan a la otra calle, esa sí concurrida, artificial y bendecida con el tráfico permanente de Revolución, el final de la avenida. Por eso regreso con Gonzaga, dormido y despierto, todo un faquir del altiplano; complementa su cena con el olor de la panadería informal que se abrió junto al café Delosbuenosdías, donde con abrir una ventana se atiende a la clientela escasa del barrio y a la masa trabajadora que circula a diario: pedidos de conchas de chocolate, donas de chocolate, cuernos rellenos de chocolate, rebanadas de vainilla con orillas de chocolate... Ahhh, el chocolate... Gonzaga define la carga de aceite que afecta el olor de tanto chocolate mientras responde a las voces que se acallan con los días, mientras súplica, tan falso como tantas oraciones, para que nadie más se muera en esa calle.

 

3

O los hermanos, claro. Entre los dos les es más fácil todo, y es siempre mayor la recompensa. Porque solitos, puede uno hacerle al loco y nada pasa, el universo se calla ese secreto. A menos, claro, que el diablo haga presencia y exija a ese par la corrección debida para que no terminen iguales a su padre, que por algo nunca conocieron.

            La vida de ese par de niños no existiría sin el diablo. Mejor es que le teman, porque el ejercicio de la disciplina lo desconocían. Sí, la disciplina es cosa del diablo y de quien se deje gobernar... Cae el sol y las lámparas del alumbrado público se encienden, es hora de regresar a casa antes de que el diablo llegue, porque si encontraba al par de hermanos afuera, los encerraba de pie en el pequeño armario, sin posibilidad alguna de estirarse ni de ir al baño, hasta la mañana del día siguiente. Y si hicieron sus cochinadas, debían lavar antes de irse a la escuela. Y, la tarea que no hicieron, la harían como fuera, ¡pues qué!, son las seis de la mañana, en dos horas se puede todo; y allá ustedes si me mandan llamar por su huevonería!!!

            ...Era preferible meterse a tiempo a casa, escuchar a su mamá hacer la comida (si la había: mamá, comida o ambas) y observar la tele, pendientes de la puerta, que tiembla (podían jurarlo) cuando el diablo encaja la llave, la gira y entreabre. ¿Todo bien? ¿Qué creen que traje? Y si la mamá estaba, era la única que respondía “no sabemos, ¿qué es?” Y el diablo lanza una carcajada, dilata la respuesta hasta agarrarle las nalgas a la dama porque, pobre si no estaba, cuando por fin llegaba la mujer.

            Era la recámara un cuarto de torturas, un interrogatorio exhaustivo sobre todos los pasos extras que ella dio “inesperadamente” para visitar a una hermana, encaminar al abuelo, ir al mandado... El diablo nunca le creía (ni los hijos, ¿cuál abuelo?) Por la mañana la mamá disimulaba con torpeza el dolor de su cuerpo torturado. Nada de abrazos, vámonos ya, hijitos, sus cosas mis amores, otra vez no se peinaron, como si no existiera el cepillo (no existía). El diablo, en tanto, se perdía en las mañanas, no estaba en la recámara ni en el baño; nunca lo veían a esas horas ni escuchaban la puerta si se iba. --------------------------------------------------- Lo único que podían jurar era que el novio de su mami se iba con las sombras de la noche (literal), sin cuerpo, sin voz, sin remordimientos. Se iba con las sombras entrada la mañana.

 

4

Nadie recuerda desde cuándo esa calle es tan oscura, pero lo achacan a la construcción de la acera de enfrente, que nadie recuerda tampoco cuándo se construyó. Un edificio de ocho niveles cuya posición y amplitud sólo permite que los primeros rayos de sol entren a las casitas (media hora, no más), el resto del día son las sombras, su frialdad inquietante. Los dueños de la construcción pensaron en la renta que cada piso les debía proporcionar; barata, 30 mil pesos, y la planta baja la dividieron en tres para que cada comercio soltara su cuerno respectivo. Además, la azotea era para los dueños, que utilizaron la estructura como cimiento para una residencia muy modesta de 800 metros cuadrados... De vez en cuando, desde lo alto, uno de los residentes va a asomarse a la parte oscura de la calle para observar al viejo Gonzaga discutir con algún diablo de gente; y alcanza a ver a los hermanos jugar desenfrenados, famélicos, aprovechando al máximo la ausencia de su madre, una joven que daba pinta de no ser madre de ningún chamaco ni de nadie... Y, claro, la otra vecina, ahí va, como siempre, rumbo al café “De los buenos días”, siempre perezosa y separada de su familia.

            Cuánta alegría veía en todo eso comparado con la sobriedad que él vivía en las alturas. Es momento de regresar a casa. Le da la espalda a la penumbra, sin ganas de quedarse deslumbrado con el sol de esa mañana, pleno y juvenil, por eso camina con pasos inseguros, directo al umbral del comedor, donde su padre está en convite junto con sus otros hermanos. Con modestia, admira a su padre y a sus dos hermanos mientras atacan el menú asiático que acostumbran desde hace algunos meses; sus preferido son los fideos vietnamitas... Aunque es triste también el desapego que siempre llega rápido sobre las cosas favoritas: antes de los fideos fueron los albondigones de arroz japonés, y más atrás prefirió las lonjas de pescado cocidas con sal... Pero en lo profundo de la sinceridad, extraña las pelotas de carne y arroz con chipotle, y las masas de sabores que bebían como atole o champurrado... Tiempos que se debaten en otros tantos sabores olvidados, con la presencia del papá cada vez más insustancial, igualito a las actividades de su par de hermanos recién salidos del gimnasio, olorosos a esa colonia con que intentan cubrir las potentes emanaciones de su hedor...

El Diablo ensaya 3 (Fragmento) Autor: Javier Acosta Romero. 2020