lunes, 4 de julio de 2016

Gabo

La magia poética de Crónica de una muerte anunciada, es la de todas las novelas de corte existencial: volver entrañable la muerte de quien, en un principio, era un desconocido para el lector. Y lo logra a partir de una apuesta arriesgada: la repetición enriquecida, que es una manera comunitaria de recordar las cosas: después de la vivencia entran en juego los testigo, o alguna otra información nos hace revivir la experiencia en aspectos que no habíamos sentido ni considerado. Iniciada la novela sabemos que Santiago Nasar morirá asesinado, pero al final es cuando esa muerte ocurre desde la vivencia misma del personaje, porque antes fueron el resto de las versiones (ordenadas, justificadas, afectadas), sin embargo es la víctima la que transmite la experiencia de lo que puede ser morir; rebasa las circunstancias hasta encontrar una respuesta a ese absurdo, cuando los atacantes y la gente lo dejan en paz. La vida del cuerpo acuchillado lo es hasta que termina de desangrarse; el noventa por ciento de la novela es muerte y lo que se dice del muerto, pero es el valor del cuerpo (herido de muerte) el que potencia la existencia, el que transmite al lector esa intensidad insoportable y, sin embargo, el lector permanece ahí, en la realidad donde cierra el libro mientras piensa (porque lo siente) en Santiago Nasar.
             Paradigmáticamente, las cosas que ocurren en la realidad no pueden cambiar, pero sí la manera de contarlas. Por ejemplo, no se puede cambiar la Guerra Fría, aún con nuestra participación es indudable que un imperio lo que menos quiere es morir. Pero, ¿qué somos frente a esa realidad donde pareciera que no ocurre la batalla? A Santiago Nasar le desfiguran el cuerpo, al grado de volverlo irreconocible; lo mismo ocurre con la identidad de las personas en las zonas urbanas, reducidas a porcentajes, números y variables dentro de las estadísticas de población, que es otra manera de presentar el desastre de una Guerra fría que no es lejana ni ajena.
            Otro valor. Los imperios se basan en personas idealitas, que ven la realidad de una única manera y que creen que esa manera es superior a las demás. No podemos cambiar la naturaleza de las personas idealistas. Bayardo San Román, por ejemplo, sale del pueblo de la manera más indigna para un “caballero” en tiempos de guerra fría: se provoca una congestión alcohólica que obliga a sus familiares a sacarlo en una hamaca hasta el embarcadero, disimulando ese ridículo con la belleza propia de las hermanas en actitud de plañideras distractoras, porque a final de cuentas Bayardo San Román (BSR) hizo el ridículo de creer que la mujer de apariencia más pura debía ser virgen porque, la madre más pura seguro conservaba en la virginidad a la hija. Pero, ¿quién (hoy en día) todavía confía en el criterio del ojo? BSR sí (los idealistas sí), porque vive para transmitir una imagen quijotezca de sí mismo, como un idealistas que sólo sabe de elegancia y masculinidad hasta para hacer mutis en las situaciones más desesperadas. Igual, la naturaleza de cualquier imperio es la naturaleza de los individuos bayardosanromanistas, tienen fe en un ideal, se saben con la fuerza para materializar ese ideal, y cuando creen encontrarlo lo presumen a los cuatro vientos hasta que, en la intimidad, no son capaces de mentirse a sí mismos y deciden ver con la verdad: la virginidad (como la superioridad militar) no existe (Estados Unidos no puede negar su virginidad ya que la presencia de Rusia... y de China son por demás tangibles e innegables). El ideal puede conservarse en la mente, se le puede presumir afuera pero, en la intimidad, es difícil no aceptarla porque estamos con nosotros mismos. BSR y las mujeres de su familia son lo mismo que los medias, seducen al pueblo, lo engatusan, pero se esfuman y se victimizan cuando las cosas no ocurren como esperan, sus arranques efectistas envejecen como BSR, aunque siempre están dispuestos a arranques creativos renovados, con otros nombres, en otros estilos, con nuevas poéticas...
          Crónica de una muerte anunciada soporta esta y otras tantas lecturas a partir de sus tantos personajes, debido a su diégesis basada en la porosidad misma de los recuerdos que no son sino desesperados discursos de la verdad, en una época donde la verdad evade las evidencias, la ciencia y los propósitos, donde cualquiera puede decir su verdad. Por ello, el valor poderoso del final de la novela nos aterriza en la belleza de la vida más allá de la verdad, en forma de experiencia casuística, donde el extremo de la vida anuncia la muerte de Santiago Nasar. Y la empatía está porque los últimos momentos son irrenunciables para todos, inevitables, ineludibles, únicos. Ya lo que se haga con el cuerpo a posteriori es una cuestión política, legal, sanitaria, cultural. Y lo que se diga del occiso sabemos que irá perdiendo peso, pues el devenir nos vuelve irrelevantes, y es parejo con todos.