martes, 19 de junio de 2018

TIEMPO BÍFIDO: Cuentística de Leda Rendón

EL ACTO SAGRADO
Javier Acosta Romero

“Línea de sangre” es el texto que mejor me atrapó del libro Tiempo bífido. Es un relato sobre una situación cotidiana como lo es investigar, en este caso es una investigación sobre el linaje femenino de uno de los personajes, produciendo un despliegue narrativo lleno de virtudes que nos posibilitan avanzar por el conocimiento que obtenemos del ambiente, el cual se aleja de tajo de lo cotidiano para adentrarnos en lo sobrenatural, metafísico, mítico, sexual, de ensueño. Un estilo que raramente llega a los ojos cuando lo que se busca son preocupaciones más universales, políticas, de índole ético. Tiempo bífido no va por ahí, responde a una circunstancia lectora de desenfado, un momento para experimentar con la realidad desde la base propia de los sueños más telúricos: las revelaciones, los juegos rituales, los viajes chamánicos. Evidentemente, el libro nos lleva a una edad donde la moral y la ética no se experimentan, cosa que es propia del mundo onírico, de las representaciones subconsciente y de las alucinaciones. Pero salvada esa resistencia, el material de la autora Leda Rendón (mexicana), se consume igual que cualquier otra sustancia de efecto psicotrópico, donde vale más vivir el juego ritual, la experiencia prohibida, el tabú, que tratar de ponerlo en un buen lugar dentro de la realidad objetiva, moral y política. Incluso, al separarnos de esta manera de las cosas tangibles y del tiempo cronológico, nos sorprende el libro con un relato que acusa una visión sumamente crítica sobre la barbarie de la ciencias, del poder y de la riqueza: “La última”, que entrados en la dinámica rendoniana, nos presenta un evento donde un personaje llega a ser tres o cuatro personajes que miran como un sólo ser a partir de sus seis u ocho ojos, y a sentir a partir de las sensaciones de cada uno de los cuerpos que todos sienten como un sólo ser, pero cada cual con sus propias intenciones hasta que se vuelve evidente quién es quién y por lo mismo quién será la única: una hembra, no puedo decir mujer (deben leerlo), porque posee belleza pero no por eso es algo femenino...
    La animalidad, el instinto, la locura, la insensatez, el prodigio, lo prohibido... hierben a lo largo de los textos, se desbordan y nos embotan de ese mundo que permanece en los sentidos aún después de leerlo ya que responde al mundo ancestral, a la familia original que se reprodujo de modo endogámico, incestuoso, con las consecuencias clásicas del matricidio, el asesinato en general que, desprovisto de la terminología política funciona como una auténtica muerte ritual, sacrificios que permitieron la purificación del tiempo y la sacralización del espacio... Así que Tiempo bífido es un libro que nos lleva a un viaje subconsciente para descubrir en nosotros lo que se da en llamar el cerebro reptiliano, y para ello deforma a nuestro yo (o de plano nos desmiembra), deforma o sustituye a nuestra época, a nuestra sociedad y a nuestros valores... algo necesario para regresar con nuevo brío y de modo contrastado al presente del lector. Por supuesto, quienes lleguen a leerlo, la manera en que me hubiera gustado hacerlo sería empezar por “Línea de sangre”, para adentrarnos otro poco con “La última” y terminar en pleno alucin ritual, patriarcal, primigenio con los dos primeros textos, “Detrás del espejo” y “Tiempo bífido”, en ese orden.
Presté mi libro y nunca regresó Snif! Maldita memoria

 

lunes, 18 de junio de 2018

LOS DE ABAJO: Novela de Mariano Azuela

LA DENSIDAD LITERARIA DE "LOS DE ABAJO"
Javier Acosta Romero

Uno de los conceptos que mayor trabajo cuesta creer o aceptar en la práctica de la lectura es la mímesis, cuya revisión estética se la dejo a los especialistas. Sin embargo, para explicar la famosa novela de Mariano Azuela, Los de abajo, encuentro en la mímesis la categoría estética predominante en la diégesis, fundamentalmente porque explica la manera en que le dí lectura.
      Como entiendo el concepto desde la práctica lectora, se refiere a toda aquella información que el texto arroja directa o indirectamente sobre el contexto al que alude y/o al que pertenece no sólo la novela, también la esfera cultural del lector, y aunque ambas esferas no coincidan en el tiempo. Por ejemplo, en la novela de Azuela la mímesis está con la actitud aguerrida de quienes entraron a la revuelta de 1910 siendo que yo lector nací en la segunda mitad del siglo XX, pero miméticamente reconozco la actitud aguerrida de los mexicanos revolucionarios y en especial, reconozco la noción de libertad y de revancha que exime a los personajes de Azuela de un aparato de justicia eficaz. La novela insiste en ello: socialmente le da seguimiento a un grupo guerrillero que se identifica con el villismo por pura geografía, sin conformarse ideológica o políticamente; simplemente se dejan ir por la dinámica de la revuelta. Denotan con ello carencias educativas (formativas, pensando en el concepto de modernidad) que por comparación mimética hacen de los guerrilleros de Azuela víctimas de las circunstancias de una guerra en la que pudiendo decidir mejor (para beneficio personal y social), no les era posible por la peculiaridad de su carácter y, al contrario, los personajes insisten en el barbarismo (lo opuesto a la modernidad) al grado de que la esfera política desaparece y poéticamente se abandonan a lo que ellos consideran debe ser el momento “heroico” de su muerte, a manos de otros guerreros, mucho mejor pertrechados y victoriosos.
    Con lo anterior, más cuestionamientos miméticos saltaron: ¿Quiénes ganaron, entonces, en la revuelta de 1910? Busqué el carácter de los elementos externos que indirectamente señala la novela... Los villistas, ellos, ¿merecían no solamente perder la guerra sino, además, debían ser exterminados? El discurso de Mariano Azuela es ambiguo, porque al aniquilar tan poéticamente a los guerreros que estaban bajo las órdenes del personaje Demetrio Macías, favorable al movimiento villista, parece quitarnos la preocupación de los excesos que hubieran existido si estos llegaban a gobernar como lo hicieron en cada pueblo que agredían (o tomaban). Miméticamente enfilo las baterías hacia el contexto donde fue escrita la novela y me encuentro con que el autor la escribió en el exilio, temiendo alguna represalia de los carrancista por la participación directa del autor en la revuelta, del lado villista... Sin embargo, no veo en la novela Los de abajo algo que me diga que el autor está a favor del movimiento villista, al contrario, es como si el autor hubiera concentrado los excesos que pudieran explicar el fracaso del villismo como opción de gobierno.
    Además, esta reflexión que apela al material de la mímesis, se da en una época de elecciones federales (lo escribo en abril de 2018, en México y como mexicano), donde los defensores de la continuidad están haciendo lo miso que Mariano Azuela: producen escenas de miedo, que le dicen a la gente que esas serían las consecuencias de votar por los posibles renovadores del gobierno. Y aunque la memoria de Mariano Azuela es intocable, la poética de su novela le resta fuerza al movimiento villista, movimiento al que paradojicamente perteneció, por eso creo que su novela le sirvió más para revisar (y con ello purgar) los excesos de quienes se dijeron villistas pero que se comportaron como bandidos. ¡Qué difícil! Porque me niego a tirar por la borda la imagen heroica y popular que tengo del villismo, de la misma manera en que me niego a creer en las patrañas electoreras de los políticos conservadores que se expresan vía los medios masivos de comunicación hoy día: noticiarios, anuncios, comunicadores, prensa, influencers, internet... Ni siquiera puedo pensar que Los de abajo es nacionalista o pacifista porque muestra los horrores y heroísmos de la guerra. No, porque si intento argumentarlo gana siempre la visión de Azuela, que es contraria al carácter popular del villismo, del cual históricamente se establece que buscaba la justicia para las bases sociales encarnadas por los desposeídos, a quienes no les hizo justicia la revuelta, de la misma manera que le ocurre a los desposeídos de hoy (cien años después), a quienes los conservadores han abandonado en la ignorancia, que es propicia solamente a las estructuras, efectos y amoralidades del hampa.

 

lunes, 14 de mayo de 2018

"Gringo viejo" / Carlos Fuentes el equilibrista


Javier Acosta Romero

Al leer la novel Gringo viejo (1985), uno recuerda que escribir es divertido, como lo puede ser cualquier juego de destreza y estrategia. Pienso por ejemplo en el ajedrez o en el futbol. La diversión de escribir es fácil transmitirla cuando el texto literario que se lee se asegura de cumplir con su poética y no tanto con el lector. Gringo viejo se convierte con ello en una especia de objeto con valor antropológico, donde se revelan elementos que le dicen al LECTOR: “Mira, aquí cambia el hilo conductor, quiero extraviarte... “Ah, aquí exijo que te fijes en el discurso que le pertenece a cada personaje... “Ah, no te puse sobre aviso pero aquí damos un salto cuántico (cambio de tiempo-espacio sin que por ello dejemos de estar en el mismo espacio narrado)... “Ah, finalmente la mujer cara de luna, un personaje sin importancia, tiene un pasado fundamental para la diégesis... “Ah, entrada triunfal de Francisco Villa en el cierre de la novela; cinco minutos que se está en la lectura y mira, se retira con honores... “Ah, te aviso,  Gringo viejo está basada en un hecho real sobre el que me puse a fantasear (yo Carlos Fuentes)...”
    Una fantasía. Sobre todo por esa imagen del revolucionario mexicano que se relaciona sexualmente con una gringa que tenía ganas de perderse en el sexo de ese mexicano, del que terminamos conociendo aspectos tan íntimos como el momento en que fue fecundado, o el momento en que se convierte en heredero y protector de un pasado nativo incierto... E igualmente estamos en el momento en que fue rescatado por la mujer cara de luna y estamos también en el momento de la muerte de su padre y en el momento de su propia muerte. Hablamos del personaje Tomás Arroyo, general villista que funge como un carácter desconcertante, prototípico; un monstruo que era necesario hacer posible, amplificarlo al margen de la historia (qué mejor que en una novela), siempre al margen, para observarlo sin problemas... y extrañarnos con su virtuosismo, con su arrogancia, con su sabiduría, con su soberbia, con su galantería, con su trivialidad, con su raza... con su aniquilación, necesaria para darle salida al resto de los personajes...
    Gringo viejo es un constructo que apenas se sostiene, del que uno espera su caída pero nunca ocurre, se mantiene al filo de su construcción (su identidad poética), negando la naturaleza de la fuerza gravitacional, utilizando la fuerza del talento para este tipo de juegos. Diversión con que se sustenta y sostiene cualquier fantasía, como si se tratara de la exposición de un orgasmo ambientado en el razonamiento de pensar al mexicano en su naturaleza profunda, en la densidad de su humanidad desde  un territorio villista; en la topografía mexicana del norte que se condimenta con la geografía del sur. Gringo viejo no es un objeto para disfrutar, ni siquiera para entretener, es una arma para descubrir, para argumentar, para destruir. Es un texto que al estar a la defensiva convierte sus fragmentos en intentos desesperados de nacionalismo, en sacudidas locuaces de cordura, en estertores de vida-muerte-vida necesarios para contrastar a aquel prototipo mexicano con algo que se está volviendo objetivo, pesadillezco, en la personalidad de los criminales que cogobiernan en nuestro país, cada vez menos mexicano y más trasnacional, teniendo como consecuencia el mismo quebranto del sujeto en su identidad. Carlos Fuentes tuvo el privilegio de jugar con ello, divertirse. Pero ahora, al ser tan real la incisión de nuestra idiosincrasia, la virtud del general Arroyo se vuelve una aspiración cultural, y su extinción una necesidad social. Alguien debería sanar esa incisión o lesión que le permite al mexicano asesinar a sangre fría a otros muchos mexicanos, en contubernio con otros mexicanos, frente a los ojos del mundo.
 


martes, 8 de mayo de 2018

SONETO XVIII: LOPE DE VEGA

LA POESÍA
Javier Acosta Romero
usygly@gmail.com
 

De las Rimas sacras, de Lope de Vega, extraigo el soneto XVIII:[1]

            ¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
            ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
            que a mi puerta cubierto de rocío
            pasas las noches del invierno oscuras?
           
            ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras
            pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
            si de mi gratitud el hielo frío
            secó las llagas de tus plantas puras!
           
            ¡Cuántas veces el ángel me decía:
            «Alma, asómate agota a la ventana;
            verás con cuánto amor llamar porfía»!
           
            Y ¡cuántas, hermosura soberana,
            «mañana le abriremos», respondía,
            para lo mismo responder mañana!

Más detalles contextuales, culteranos, los dejo en el enlace a San Agustín en la literatura religiosa de Lope, del investigador Hugo Lezcano Tosca.[2] A mí, en particular, lo que me interesa es empezar a hablar de poesía, y lo haré con el material de Lope de Vega, que logra encender en mí la sensación de poesía, de obra de arte aunque, ¿en qué me baso para asegurarlo?
            Sin duda, los versos de Lope permiten reconocer la experiencia que transmite lo que se conoce como sujeto lírico: es decir, el carácter (por no decir personaje) que convencionalmente parece expresar los versos (eso sí, quién sabe si en voz alta o en soliloquio), pero el soneto de Lope (como el de cualquier buen poema) contiene un personaje (un carácter) que está experimentando un momento intenso en su vida. En el caso del soneto XVIII, el sujeto lírico (SL) parece sentir miedo, temor, por causa de una presencia divina, en un momento por demás inesperado. Incluso, este quiebre o debilidad demuestra que el SL, al no atinar a disculparse sino a señalar él mismo lo que considera un error, evidencia que ignoraba que la divinidad estuviera (en serio) afuera de su casa, esperando a que él (el SL) le abriera.
            Un buen poema (desde mi punto de vista) retrata siempre los momentos más comunes de la vida, los más visitados o hasta los más monótonos, como lo es el no enterarnos o no querernos enterar de quién anda afuera de la casa (sin causar problemas) porque tenemos cosas que consideramos de mayor atención; por eso es de notarse la reacción tän humana del SL de Lope en su soneto XVIII: humano y nervioso. Ni siquiera sabe cómo dirigirse a la divinidad, que no es cualquiera sino Dios, porque si es Dios a quien se dirige, y no dios (con minúscula), entonces reconoce estar frente al Jefe de jefes... ¿Por qué empezar por los hierros que Dios ya conoce, pues los vivió todos los días que estuvo en la puerta del SL como si fuera invisible o un simple indigente pacífico? Y sin embargo, esa fue la reacción del SL, los versos poseen el suficiente material para hacer posible la imagen de tal situación (que es otro punto a favor de un buen poema: hacer evidente la imagen de la situación que vive al límite el SL). Al hablarle a Dios, el SL parece no saber dónde meter la cabeza, completamente asombrado por la revelación de la que sólo atina a aceptar su error, a decirse equivocado, a reconocer que mantuvo congelado el cuerpo de Jesús, como si hubiera sido el de cualquier otra persona. Así que ese Jesús tuvo que poner un alto a la situación, a la ignorancia o desinterés del SL y para ello... tuvo que presentarse como es: un dios, una divinidad. Y tuvo que decirle “deja de negarme, mírame, soy Jesús, ¡Dios encarnado!, he estado afuera de tu casa esperando que me abras, pero como no lo has hecho he decidido entrar por mí mismo, esperando que me reconozcas... Y lo has hecho; ¿por qué diantres no me reconociste antes?” Y la respuesta del SL... no se da porque no supo qué responder ante el asombro de estar frente a la presencia de DIOS en la sala de su casa.
            La situación entonces es más rica, Dios tuvo que perder la paciencia para que el otro lo reconociera; esto es, un buen poema siempre pone en juego dos elementos “dramáticos”, uno es el SL y el otro puede ser una divinidad, otro personaje, la naturaleza, una idea, una sociedad, un recuerdo... o cualquier otra cosa que ponga en contacto al SL con su entorno o ambiente, lo que vuelve creíble la situación que sugieren los versos. En el caso del soneto XVIII, el otro, Dios, tuvo que realizar el acto físico de abrir él mismo la puerta y presentarse él mismo en su grandiosidad para que el SL no dudara del calibre de aquella entidad superior. Qué suerte entonces la de este personaje (SL) de estar en contacto con Dios sin que éste perdiera su benevolencia ya que no se nota (o interpreta) que el SL haya recibido algún castigo o algún mal, solamente recibió el esplendor y la voz de Dios.
            Claro, ponernos en esa situación es una exigencia del poema (y de cualquier objeto literario: ponernos en situación, ser compasivos con la propuesta literaria). Y no se necesita ser católicos, agnósticos o voluptuoso, el soneto XVIII exige del lector notar (y quizás sentir) la benevolencia de Dios si éste existiera. Algo ideal para cualquier torcido moral, en una época como la nuestra (a principios del siglo XXI), donde el mundo que habitamos es un mundo sin reglas.

Imagen  de Wikipedia (2022)





[1]     http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/rimas-sacras--0/html/ffe59452-82b1-11df-acc7-002185ce6064_1.html
[2]     https://cvc.cervantes.es/literatura/criticon/PDF/107/107_137.pdf

domingo, 21 de enero de 2018

La novela como idea



Javier Acosta Romero



Por sus proporciones toda novela también es un ensayo. Pienso, por ejemplo, en Papá Goriot (1834-35) de Balzac, que por el título, algunos intentan encuadrarla dentro de la historia del personaje Goriot y sus, físicamente, esplendorosas hijas. Sin embargo, al atender otros elementos propios de la diégesis, nos topamos con la constante presencia y constantes contriciones (no por ello evolución) del personaje joven y hermoso, Eugène Rastignac. Igualmente, pero de modo más tajante, el resto son caracteres contenidos por Balzac antes de entrar en crisis existenciales verdaderas, como en el caso de la señora de Beausánt, que ante el casamiento de su amante, mantiene su imagen de gran señora y decide emigrar, alejarse de las habladurías y señalamientos de París, siendo todo el tiempo la misma mujer que sufre por la traición del amante; un cambio probable era que buscara la revancha, humillar al amante (porque lo podía hacer y el marqués de Ajuda se lo merecía) pero Balzac decide simplemente alejarla. Es decir, todos los caracteres tienen una noción muy clara de cuál es su papel en el mundo narrado, que a final de cuentas es un mundo correcto, un pariscentrismo a modo para la inserción y éxito social del joven provinciano Eugène, quien efectivamente se curte en la ciudad con la consciencia del exceso y el derroche, contrarios a los conservadores deberes familiares y sociales; el empuje que muestra al principio de la novela, al final lo luce con el agregado de la experiencia, sin por ello tomar una actitud distinta o distante. Al final sabemos que Eugène va a regresar a cenar con una de las hijas de Goriot, por más despreciable que ésta sea. No tiene ojos para observarse como un parisino más, la única vez que lo hace es frente a un espejo y solamente para confirmar que cumple físicamente con lo requerido. Y esto porque Balzac se asegura de que las cosas sean como las planeó, ya que en el fondo hay una idea que sostiene: en París se da la obediencia, la lucha y la rebeldía, y el mismo Balzac los menciona en el último capítulo, cuando el narrador dice que Eugène piensa que la obediencia es aburrida, la rebeldía es imposible y la lucha es incierta. Por supuesto, no es un discurso para tomarse en serio [ojo los que ven en esta novela el precedente del materialismo marxista], pero es un discurso al fin, y bien estructurado (ensayado) porque lo demuestra a partir de los personajes; solamente el lector tiene que inferir esta propuesta (o tesis) y así dará con que la obediencia la detentan al menos dos personajes: Victorine Taillefer (cuya obediencia se ve recompensada en el tercer capítulo) y la señora de Beausánt, que al obedecer la etiqueta social evita el quebrantamiento de su prestigio. En cuanto a la rebeldía, el mismo narrador menciona a Vautrin, para que no haya dudas, que es un hampón con prestigio y, por lo mismo, nadie más es rebelde si conservamos el discurso de la novela. Por último, la lucha: en la que entra la mayoría de los personajes, solamente motivados por el dinero o por el deseo amoroso (como se entienda este, porque también es sexual pero a la vez es prestigio social); siendo un determinante fundamental el poseer dinero ya sea para ir de fiesta, para apostar, para contratar un servicio funerario o para mantener a un amante. Peculiarmente, en los tres rasgos sociales propuestos, Eugène encaja, incluso en el aspecto rebelde –un momentito– ya que las veces que es tentado por Vautrin, cede solamente al de seducir con éxito a la muchachita Victorine Taillefer mientras el hampón se encarga de mandar a matar al hermano de ésta para que sea la única heredera de una gran fortuna; pero el joven no pasa de la seducción, ni siquiera formaliza, siempre es un chico obediente que se resiste a la tentación sin negarla.

            Abordar Papá Goriot desde la idea que plantea el autor (vía narrador-personaje) nos evita indigestarnos con concebir la unidad de la historia como el eje narrativo; son muchas situaciones las que plantea y ninguna es dominante. Pero la idea sí lo es. Una idea muy sencilla y por lo mismo reconocible para quienes habitan cualquier urbe en cualquier época: la constante entre el éxito o el fracaso social, sin puntos medios (sin clase media, media baja, baja o medio burguesa). Éxito o fracaso, que dramáticamente implica RIESGO para evitar uno y lograr el otro. El riego social atrapa el interés del lector que, para nuestra época, ya no es tan fácil que caiga en la red, sobre todo por lo evidente de las condiciones adyacentes al riesgo social en la circunstancia del siglo XXI, la sobrepoblación, que nos obliga a mirarnos de otra manera, mucho más sensibles en lo social y en lo humano; incluso nos obliga a mirar y reconocer a los no humanos que también habitan el planeta y que requieren de espacio y de respeto. Papá Goriot, en cambio, nos habla de un mundo sin el mundo de la naturaleza, nos habla de un mundo antropófago, propio del derroche, del que hoy todavía algunos viven, otros lo añoran y otros, simplemente, nos conmovemos ya que está dentro de nuestras actitudes a disciplinar, con todo el dolor goloso e infantil que nos habita.

usygly@gmail.com

sábado, 13 de enero de 2018

Hablan los Marcianos

                                                                     Javier Acosta Romero 

Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, obliga al lector a asumir una ficción descarada, un artificio sin trucos, donde el lector puede decidir: 'esta crónica sí, esta otra no, esta sí, esta no...' Y desde esa parsimonia el texto hace su propio juego, hasta que uno lo vive y siente como no ficción; se doblega la voluntad del lector a la estructura de ese todo con aseveraciones que no se pueden negar, como lo es que la Tierra ya no es suficiente para el espacio que por salud necesitamos; que los pueblos de la Tierra están en guerra; que la humanidad va en ruta al exterminio sin remedio. Y para argumentarlo (o para burlarse de nosotros), Bradbury hizo uso de un planeta con potencial para ser habitable: Marte, al cual pinta como una extensión exótica de lo absolutamente humano: marcianos con sentimientos y emociones reconocibles en un entorno social típicamente colonialista. ¿A dónde ir entonces? ¿A dónde escapar? Si hay más vida inteligente en otro planeta, la base de esa inteligencia es humanoide, afectiva, emocional, ¿egoísta...? Y si algo parecido al cielo existe en otra parte de la galaxia, es seguro que al descubrirla, los humanos la mudaremos en el infierno necesario para idealizar de nuevo a la belleza como perfección celeste, hasta conseguir otro paraíso, violentarlo y, en la orfandad incesante, de nuevo soñar lo excelso...
            Así las cosas, las digresiones bradburyanas no le dan remedio a la humanidad, más bien confirman nuestra negligencia y descontrol. No aprendemos. Y si rasco un poco en las ideas que esto me produce, lo que encuentro son emociones y sensaciones que puedo describir e identificar en mi experiencia lectora con Crónicas marcianas, porque si el planteamiento evade el plano real, lo hace para dejar al lector apelando a la fábula que las sostiene y, no nos queda de otra, reaccionamos ante los celos y el deseo, reconocibles en Febrero de 1999-Ylla; ante la naturaleza de los recuerdos y la venganza, en Abril de 2000-La tercera expedición; ante la vacuidad del tiempo y el espacio, la amistad, en Agosto de 2002-Encuentro nocturno; ante el racismo, la esclavitud, la noción de libertad y de individuo, en Junio de 2003-Un camino a través del aire; ante la debilidad humana por los afectos, causando con ello actos caóticos, como se muestra en Septiembre de 2005-El marciano; ante la permanente preeminencia del primitivismo a la par del valor que se le da al dinero y a la propiedad, en Noviembre de 2005-Fuera de temporada y; reaccionamos con víscera ante lo contrario, la resistencia que se puede tener frente a la locura y la soledad, al grado de convertirnos en creadores absurdos de artificios placebos, como en Abril de 2026-Los largos años.
            Hay un tratamiento serio en el trasfondo de Crónicas marcianas, pero hay una actitud de desenfado en la manera de armar el relato (su diégesis), lo que propicia que el lector haga uso de las emociones, y que estas crezcan, que surja la indignación o se produzca la confusión; el lector entonces se aleja del libro para filtrar el impacto y ¿pensar? la falta que nos hace dar con una respuesta por demás satisfactoria. Pero no la hay porque, ¿cómo vamos a combatir a la misma humanidad? La humanidad somos todos. A esto le sigue distanciarnos del texto de Bradbury, que realmente compromete al lector en asuntos de interés público; entonces, para evitar tanta responsabilidad, descubrimos la actitud mordaz, irónica por parte del autor, que se convierte abiertamente en el artífice, el mago, el referente natural, concreto, que le devuelve su calidad de objeto a Crónicas marcianas. '¡Ah, qué Bradbury!' Y cerramos el libro con la alegría de volver a la realidad incuestionable donde los marcianos no existen, donde -aparentemente-, nada pasa y no hay necesidad de protestar, porque, '¿cómo combatir a la humanidad?, ¿cómo salir de esta pecera? Nos decidimos del todo a no tomarnos en serio.