Javier Acosta
Romero
Al leer
la novel Gringo viejo (1985), uno recuerda que escribir es divertido,
como lo puede ser cualquier juego de destreza y estrategia. Pienso por ejemplo
en el ajedrez o en el futbol. La diversión de escribir es fácil transmitirla
cuando el texto literario que se lee se asegura de cumplir con su poética y no
tanto con el lector. Gringo viejo se convierte con ello en una especia
de objeto con valor antropológico, donde se revelan elementos que le dicen al
LECTOR: “Mira, aquí cambia el hilo conductor, quiero extraviarte... “Ah, aquí
exijo que te fijes en el discurso que le pertenece a cada personaje... “Ah, no
te puse sobre aviso pero aquí damos un salto cuántico (cambio de tiempo-espacio
sin que por ello dejemos de estar en el mismo espacio narrado)... “Ah,
finalmente la mujer cara de luna, un personaje sin importancia, tiene un pasado
fundamental para la diégesis... “Ah, entrada triunfal de Francisco Villa en el
cierre de la novela; cinco minutos que se está en la lectura y mira, se retira
con honores... “Ah, te aviso, Gringo
viejo está basada en un hecho real sobre el que me puse a fantasear (yo
Carlos Fuentes)...”
Una fantasía. Sobre todo por esa imagen del
revolucionario mexicano que se relaciona sexualmente con una gringa que tenía
ganas de perderse en el sexo de ese mexicano, del que terminamos conociendo
aspectos tan íntimos como el momento en que fue fecundado, o el momento en que
se convierte en heredero y protector de un pasado nativo incierto... E
igualmente estamos en el momento en que fue rescatado por la mujer cara de luna
y estamos también en el momento de la muerte de su padre y en el momento de su
propia muerte. Hablamos del personaje Tomás Arroyo, general villista que funge
como un carácter desconcertante, prototípico; un monstruo que era necesario
hacer posible, amplificarlo al margen de la historia (qué mejor que en una
novela), siempre al margen, para observarlo sin problemas... y extrañarnos con
su virtuosismo, con su arrogancia, con su sabiduría, con su soberbia, con su
galantería, con su trivialidad, con su raza... con su aniquilación, necesaria
para darle salida al resto de los personajes...
Gringo viejo es un constructo que
apenas se sostiene, del que uno espera su caída pero nunca ocurre, se mantiene
al filo de su construcción (su identidad poética), negando la naturaleza de la
fuerza gravitacional, utilizando la fuerza del talento para este tipo de
juegos. Diversión con que se sustenta y sostiene cualquier fantasía, como si se
tratara de la exposición de un orgasmo ambientado en el razonamiento de pensar
al mexicano en su naturaleza profunda, en la densidad de su humanidad
desde un territorio villista; en la
topografía mexicana del norte que se condimenta con la geografía del sur. Gringo
viejo no es un objeto para disfrutar, ni siquiera para entretener, es una
arma para descubrir, para argumentar, para destruir. Es un texto que al estar a
la defensiva convierte sus fragmentos en intentos desesperados de nacionalismo,
en sacudidas locuaces de cordura, en estertores de vida-muerte-vida necesarios
para contrastar a aquel prototipo mexicano con algo que se está volviendo
objetivo, pesadillezco, en la personalidad de los criminales que cogobiernan en
nuestro país, cada vez menos mexicano y más trasnacional, teniendo como
consecuencia el mismo quebranto del sujeto en su identidad. Carlos Fuentes tuvo
el privilegio de jugar con ello, divertirse. Pero ahora, al ser tan real la
incisión de nuestra idiosincrasia, la virtud del general Arroyo se vuelve una
aspiración cultural, y su extinción una necesidad social. Alguien debería sanar
esa incisión o lesión que le permite al mexicano asesinar a sangre fría a otros
muchos mexicanos, en contubernio con otros mexicanos, frente a los ojos del
mundo.
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