Al leer El esclavo del demonio (1612),
pensé de inmediato en sus manifestaciones demoníacas: hacer lo que los
bandoleros: robar, violar a las mujeres, asesinar... Eso, básicamente. Pensé
entonces en los demonios del siglo XXI. Por ejemplo, ya no se usa al bandolero,
eso quedó en las películas, ahora se habla de narcotraficantes, de ladrones de
cuello blanco, de ecocidios... Las manifestaciones demoníacas se han
especializado. Hoy en día se vuelve complicado concentrar tanto mal en una sola
persona. Antes era suficiente con llamarle a alguien bandolero para hacer
alusión a lo demoníaco. Igualmente, en El esclavo del demonio, de
Antonio Mira de Amezcua, aparecen las personalidades que están exentas de lo
demoníaco, por ejemplo el Príncipe de Portugal que, al final de la obra es ya
Rey de Portugal; un personaje que en general es caprichoso, mentiroso,
lujurioso, prepotente que, si salió del reino fue para agradar a su padre
enfermo; el príncipe va en busca de alguien que le haga el milagro de salvar la
vida de su padre el rey. No lo consigue pero, ese lance a favor del padre, lo
eleva por encima de los bandoleros de la obra, como lo llegan a ser Don Sancho
o Don Diego, quienes tuercen la palabra del suegro, y sólo se aplacan cuando la
mujer deseada (Leonora, la mujer de mayor belleza física en el reino) responde
únicamente al Príncipe y futuro rey de Portugal. Ella, además de bella es
obediente de los dictados de su padre, al grado que aunque sus deseos sean
contrarios, la obediencia es primero. Una obediencia que al final coincide con
sus anhelos a manera de premio pues se queda con el Príncipe.
Tal
obediencia, vista a ojos contemporáneos suena chocante y reduccionista de lo
femenino. Sin embargo, la obra no se cansa de destacar a cada rato el valor
religioso de que los hijos (hijos e hijas) deben obediencia a los padres
(propios y ajenos). Ley moral que se refracta en la obediencia que le deben los
vasallos al rey; un exceso que es bien cuidado por Amezcua ya que las mujeres
son hijas de su padre y los hombres son como hijos (vasallos) del rey (a modo
de 'pater familia'). Por lo cual no se puede pensar en términos de
discriminación sino en términos de equilibrio dramático. A final de cuentas,
ambos niveles de obediencia se someten a Dios, encarnado en la tristeza paterna
del viejo Marcelo, y encarnado con poder de Estado en el Príncipe (luego rey)
de Portugal.
Pero
intercalado en los giros anecdóticos de la pléyade de personajes y sus
relaciones, se halla un personaje que encarna la obediencia a Dios a partir de
la desobediencia, que es el obedecer al Demonio; por lo mismo, se presenta como
una desobediencia ejemplar: Don Gil, un representante de Dios en la tierra, un
'santo' (llamado así por la comunidad, quien extiende su fama), a sí mismo se
tienta al leer una situación en la que no hay quien suba una escalera que
desemboca en la recámara de una doncella dispuesta a entregarse sexualmente
para desobedecer a su padre, negando con ello un casamiento arreglado, carente
de amor. Poco antes, el enamorado, orientado por Don Gil, desistió de entrar en
la recámara, dejando la escalera y a un criado que acostumbra hablar dormido...
es una situación divertida ya que nadie esperaría que Don Gil iba a subir por las
escaleras y entrar en la recámara, decidido a entregarse a los placeres de la
carne... Pero ocurre. El divertimento se trueca en un asunto serio que, sin
embargo se mantiene en el tono de diversión ya que el modo en que los
personajes tratan de resolver sus graves problemas es a partir de acciones por
demás irresponsables: unos se vuelven bandidos, otros se disfrazan para espiar
y no ser reconocidos, sus pensamientos niegan sus acciones (como por ejemplo
los pensamientos lascivos de Leonora), la deformación del rostro, el desnudo
humillante, la presencia de los lacayos que siempre comentan con ironía... Simplemente,
que un santo se tiente a sí mismo por hacer caso a la voz de un sirviente
dormido es bastante divertido; así que aunque sea un tema serio, la forma nos
aleja y la narrativa nos alivia de que no lo sea.
No
es una comedia, al modo español del Siglo de Oro, ni tampoco es didáctica
aunque insista tanto en la obediencia. Es juguetona, eso sí, y en eso destaca
la narrativa del drama, lo entretenida que se vuelve, sin involucrarnos
moralmente en el asunto. Realizamos un ejercicio de emociones, variadas todas,
en consonancia con las circunstancias, variadas todas también. Algo tan
parecido a lo que es degustar un banquete en cinco o más tiempos, cada uno
distinto pero unidos por un estilo, en este caso el espíritu de la época:
religioso, moral y monárquico. Algo que las telenovelas mexicanas deberían
lograr pero que ellas mismas se impiden, ya que el nivel de hipocresía que
manejan en sus materiales, habla de que sus consumidores viven una deformidad
moral que los hace pensar que esta ya dejó de ser importante, lo que deja vía
libre al valor del 'respeto a la(s) propiedad(es) ajena(s)', incluidos los
afectos, que son siempre de índole particular y si no, se trueca en particular.
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