Javier Acosta Romero
En una de las funciones de cierre
de temporada de la (a)puesta El convivio del difunto, estuve
reflexionando algunas cosas mientras transcurrían las humildes situaciones de
carácter digestivo, lo que no demerita sino que, caracteriza, la intención de
la puesta en escena dirigida por Martín Zapata. Se vale que la gente pase un
momento a gusto, sin exigencias ontológicas, acotado solamente por la
reputación institucional que cobija a esta obra: la Compañía Nacional de
Teatro, lo cual puede explicar que el acceso haya sido gratuito.
Aquí
entonces las reflexiones metaescénicas, claro, más meditadas y ampliadas con
los días:
a)
¿Cómo es posible que las bancas de este teatro (Sala Héctor Mendoza) sean tan
incómodas? Aunque también son incómodas las butacas más baratas en los cines...
Y El convivio del difunto fue gratuita. La incomodidad, por tanto, debe
ser intencional; la gratuidad y las butacas baratas no dan derecho a dormitar
ni menos a roncar o estirar las piernas... Igualmente, la incomodidad nos
enfoca de modo poderoso, concentra nuestra atención; podemos estar al tanto de
lo que ocurre en el escenario porque lo otro que nos ocupa es algo que ocurre
ahí mismo: la incomodidad de las bancas... Nuestros sensores parten de la
incomodidad para reconocer la comodidad –la modesta estética espectacular– del
escenario, donde estamos dispuestos a salir hasta terminada la obra.
Concentrados en esa dualidad nos quedamos con lo más evidente de la escena...
las caracterizaciones... el d i s c u r s o , quizás... no así la situación
que, de ser un planteamiento interesante, se desdibuja a media obra y se
improvisa al final... Claro, los espectadores estamos tan incómodos que,
efectivamente, al estar pendientes de nuestro trasero dolorido la escena
resulta placentera...
b)
La sala es tan pequeña que, si alguien de entre los asistentes hubiera expelido
una flatulencia, el resto del público seguro se ofendía, no así los actores...
que necesitaban algo vivo para darle intensidad y sabia a sus ejecuciones. Sí,
los espectadores sufrimos con las bancas donde nos ubican pero también
inferimos el sufrimiento actoral en la escena, donde se emitía un discurso por
demás banal, políticamente correcto, a partir de un planteamiento
interesante... Pero sólo en el planteamiento, porque la realización prometía,
al inicio, un potente material metafísico digno del Siglo de Oro español: un
muerto que sigue haciendo uso de su cuerpo como si estuviera vivo; es fársico,
sin duda, magnífico, monstruoso; pero da el caso que la historia, llegada a un
punto en que se niega a sí misma (yo digo que no supo el autor qué hacer, fue
evidente que el material lo rebasó y, antes de que se le saliera de las manos,
le echó unos polvos de realismo y), ¡pum!, aterriza en la zona del desengaño,
donde el valor de la prehistoria (que ignoraban varios personajes y nosotros)
tiene la fuerza de cambiar el curso de la acción. La lluvia moralina se
convirtió en diluvio cuando confirmamos el engaño del protagonista con respecto
a su condición de muerto, una chistosada en la que se nota que los actores se
la pasan a gusto, cosa que inclinaba a los espectadores a dirigir el pulgar
hacia abajo en señal de ejecución (sin que la escena lo notara, claro, así nos
las gastamos también para procurar nuestro bienestar). El giro convierte a la
obra en melodrama y al final, la felicidad se ve perturbada por una muerte más
que intempestiva, violenta, porque el destino –que por ser una obra de teatro
es de carácter humano–, ejecuta al protagonista sin decir 'agua va'. De terror,
pero la sala se olvidó de los pulgares.
c)
Un buen final siempre va a salvar una mala obra. Fue tan impresionante la
manera en que el protagonista muere que, todo lo anterior, se olvida. Con
esfuerzo uno recuerda que a la primera escena le seguía otra aún más aburrida,
unos relámpagos nos despertaban, unas actuaciones nos alertaban jocosamente
pero, la muerte, esa nos despertó del todo, no sólo por la certeza de que ya no habría más obra sino porque el ejercicio profesional del actor Arturo
Beristain nos puso los pelos de punta: ¡paro cardiaco fulminante...! Todo el
aburrimiento lisonjero se olvidó y el presente del cadáver fresco llenó
nuestros ojos y nuestro porvenir... Qué gran final, me dije. Esta obra la tiene
que ver más gente, eso pensé en ese momento.
d)
Los efectos medidos pertenecen al teatro más tradicional y comercial, y El
convivio del difunto juega con ese miedo que hoy en día es de lo más
popular, que es el temor a perder la vida intempestivamente; la mímesis con el
ambiente terrorista, de inseguridad y de fatalidad que aturde a nuestra época
se hace presente en un instante donde los espectadores estábamos nulamente
exigidos por la escena. El golpe emocional que recibimos fue tremendo.
e)
Un vacío temático siempre se disimula con un buen trabajo protagonista, como en
los partidos de futbol donde termina el encuentro empatado a ceros pero que,
gracias a la actuación de algún jugador, más la cerveza, el tiempo transcurrido
valió la pena. El salvador en este caso (sin cerveza, un mayor mérito) fue el
actor Arturo Beristain (APLAUSOS, APLAUSOS Y MÁS APLAUSOS), se mantiene en
forma, sin duda.
usygly@gmail.com
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Ficha:
El convivio del difunto, Teatro “Sala Héctor Mendoza”, Martín Zapata
dramaturgia y dirección, Enrique Singer director artístico, Alejandro Luna
escenografía e iluminación, Jerildy Bosch diseño de vestuario, Maricela Estrada
diseño de maquillaje y peinados, Reparto: Arturo Beristain, Mariana Giménez,
Juan Carlos Remolina, Astrid Romo, Gastón Melo, Diana Fidelia. Compañía
Nacional de Teatro - Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2017
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