Primer Libro: Poética del Desastre (2016)
El arte en general ofrece contactar
con nuestra innata humanidad, es nuestro laboratorio de posibilidades humanas,
corre en paralelo con nuestra existencia: la vida como es, la vida como debería
ser, la vida en sus aspectos más absurdos... Siendo el arte en general
simulacros de nuestra percepción (sensorial, afectiva, espiritual, conceptual);
experimentamos con constructos, objetos, formas, interactuamos con estos para
afirmar nuestras vivencias, o enriquecerlas o modificarlas. El arte provoca,
por medio de artificios: vivencias, experiencias paralelas a las de nuestra
existencia; una existencia que por ser tan cotidiana carece [o carecía porque
la moda, el maquillaje, el vestuario, la utilería, la actuación, los escenarios
sociales, le dan una buena dosis de artificio a nuestra vida cotidiana] del
efecto que producen las técnicas artísticas.
Pero
el propósito del arte va más allá de la ontología personal, recordemos a los
griegos de la antigüedad que reconocían en el poder del arte la recreación de
hechos (sobre supuestos culturales) para darle identidad a su época (un rostro
que se conserva como la época de la Grecia Clásica). Desde entonces, esas
recreaciones necesitaron de técnicas de representación ordenadas desde los
objetos mismos, creados de modo estético (los objetos literarios, su escritura,
son un caso). Ello con una finalidad meramente apelativa, pues le concede al
consumidor de ese arte, la posibilidad de identificarse, de pertenecer al grupo
que patrocina y difunde ese arte. Por supuesto, con la sobrepoblación y la
interconexión que hoy existe entre los individuos, ya no se puede pensar
solamente en culturas nacionales o nativas, existe una cultura dominante de
identidad global, organizada y mantenida por los medios de comunicación
masivos, la cual va a contracorriente de las culturas que le resisten.
Como
muestra de ese dominio o poder, están los objetos de las productoras
estadounidenses, la gran producción de sus series televisivas, que han mudado
las salas de los teatros al centro mismo de los hogares (sea el comedor, la
recámara o el baño) y de las personas fuera del hogar (los llamados
smartphone); estos son los unificadores culturales de nuestra época, lo mismo
que sus sistemas noticiosos o deportivos, su sistema científico-militar, su
sistema innovador de productos y su sistema comercializador de “arte”.
Pero
a pesar de ello, la fenomenología estética del arte sólo responde a su
naturaleza: representar lo que somos como habitantes de una sociedad o de un
orden (religioso, político, social, institucional, natural, científico). Y lo
logra con la misma técnica que los griegos clásicos, cuando el arte no sólo
reconocía la belleza, también apreciaba la fealdad; al reconocerse lo bello se
le da existencia y su digno lugar a la fealdad. Ambos extremos le permitió a
los griegos pensar en el justo medio, que a la larga ha pasado a nuestros días
como una aspiración de lo que debe ser un Estado benefactor: el bien de un
lado, el mal del otro y en el centro la justicia, lo justo, o el Estado
benefactor. Pensemos por ejemplo en el pago de impuestos: una persona con altos
ingresos vs una persona con muy bajos ingresos... En medio quedan las normas
que, convertidas en leyes obligan a ambos (empresas y transnacionales
incluidas) a aportar con dinero al mantenimiento del Estado benefactor.
Pensemos también en el trabajo: el trabajo mejor remunerado vs el trabajo menos
remunerado... En medio queda: la protección social (salud-educación-alimentación-recreación-seguridad-cultura)
En México lo representó el IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social). Sin
embargo, cuando el justo medio [la norma (reglamentos-leyes) y lo normal (lo
natural-lo cotidiano-lo ordinario)] cae en las reglas de la estética, se
convierte lo normal en ABURRIDO y lo extraordinario (como la belleza o la
fealdad) en DIVERTIDO. El arte siempre plantea una insatisfacción con las
normas o con la normalidad en que la sociedad convive; se mueve en el mundo de los
inconformes, de lo que la cotidianidad no es, e intenta aspirar a eso que no
es. Por ejemplo, el arte puede protestar en contra de la corrupción en el
gobierno, en contra de la violencia de género, en contra del trabajo
infantil... Puede manifestarse en contra de la muerte y de la misma humanidad.
Denuncia, evidencia, expone, estudia, ironiza. El arte siempre está en contra
de lo normal y de lo cotidiano. Pero, además, el arte es siempre una espada de
doble filo. Así como puede atender los asuntos de Estado, los asuntos de
interés general, también puede magnificar (por su natural amoralidad y completa
humanidad) los asuntos pequeños, los problemas domésticos, la mera intimidad
que no se opone al orden social establecido, lo cual permite que miremos en nuestro
entorno 'menos social' pero más inmediato: vemos a quién tenemos a nuestro lado
(relaciones afectivas) volviéndose evidente las cosas que no queremos de
esas relaciones, la insatisfacción que nos produce la cotidianidad de las
relaciones personales; por ello existen las historias de amor; si se tiene un
hijo o hermano o familiar triste, el arte arma una historia donde ese
hijo-problema se redime al convertirse en un hijo reconocido, revalorizado y
ejemplar. Todas las historias de superación personal se dan sobre la lógica de
que estamos conformes con el entorno social, pero inconformes con nuestra vida
a nivel personal, porque sin el conformismo social resultarían historias que
nadie creería, serían exageradas, innecesarias o falsas.
Desde
la teoría, incluso, la inconformidad evidente de los objetos artísticos, se
establece sobre la representación de un conflicto, de una contraposición o de
un hecho dialéctico. Así, planteamientos de interés general, procuran ser
agresivos con quienes no han aceptado su entorno tal cual. Pero planteamientos
amorosos, con entornos terribles aceptados, son bien recibidos. Y aún más, si
algún artista es capaz de ver esa dicotomía, se encuentra en posición de
ironizar, de celebrar el absurdo de nuestra convivencia irreconciliable con el
valor de la justicia; de tal modo que la ironía, la burla, el chiste, nos
muestran el límite para congraciarnos con nuestra finitud existencial.
Lamentablemente, un planteamiento irónico, fársico, grotesco, sólo es visible
para un consumidor educado en las humanidades e informado en general. Y como
esto ocurre cada vez menos, lo que llega a la gente con facilidad son los
conflictos afectivos. La televisión y el cine explotan las representaciones del
amor en todas sus vertientes (amor a sí mismo, al hermano, al amigo, al
ambiente, a la sociedad, al conocimiento, al trabajo, al socio, al deporte, a
los enfermos, a la familia, al planeta, a los adelantos científicos, al terror,
a los policías, a los vaqueros, a la juventud, a la infancia, al los
abuelos...), realizadas con técnicas propias del arte teatral que sustentan el
carácter comercial de las mismas; producen objetos 'artísticos' que tienen la
peculiaridad de observar los pequeños problemas para neutralizar los problemas
mayores, de interés general, lo cual beneficia al discurso apelativo de
aceptación cotidiana de la realidad, por más terrible que esta sea ya que no
busca transformarla, al contrario, le pone un límite a nuestras posibilidades
de existencia colectiva a cambio de liberar los límites en las posibilidades
egoístas, que CUALQUIERA puede realizar (robar, mentir, asesinar, abusar,
defraudar, enfermar, incumplir...) a expensas del interés general, que cada vez
es menos visible.
La
mayoría de las personas (consumidores para la cultura dominante) no se niegan a
las representaciones de los pequeños problemas, es lo único confiable que les
ofrece el Estado, ya que la función del arte no ha cambiado desde la Grecia
Clásica: lo que buscan las personas es reconocerse, pertenecer a una cultura
sostenida por un discurso mayor que se replica (hasta la nausea hoy en día),
sea de forma cognitiva o instintiva (persuadiendo o sugestionando), ofreciendo
razones morales (series de televisión, noticiarios) o provocando un ejercicio
deliberado de emociones (telenovelas, concursos, eventos deportivos...) que
inhiben la participación ciudadana y propician en los individuos una
sensibilidad tendiente a la sugestión, al pensamiento mágico, a la fantasía,
propios de una madurez infantil. Es ahí donde se manifiestan de modo organizado
las técnicas del arte, los objetos artísticos... En el control social. El
discurso dominante nos vuelve vulnerables, nos aquieta porque, ¿cómo vamos a
resolver los problemas sociales, que son cuestiones de adultos, si no tenemos
la madurez para enfrentarlos? Más (ironizo) cuando ni siquiera tenemos resueltos
los problemas personales afectivos.
El
arte, entonces (o su técnica de representación), cuando es masivo y oficial, no
solamente propicia la formación de una identidad cultural, también propicia la
conservación de esa cultura en un diario acontecer donde se nos olvida (o eso
quisieran) que lo normal es lo natural... Siendo que en la naturaleza tal cual,
la que se queda afuera de cualquier discurso, esa no guarda parámetros para la
belleza y la fealdad porque en la naturaleza no existen. Por ello, en esa
cotidianidad natural (sin belleza y sin fealdad), las personas encuentran una
salida, un beneficio, una evasión... Adoramos lo intenso, la intensidad con que
transcurre nuestra vida, ya que la virtud, con su contraparte odiosa (el
vicio), le ha dado paso a valores más esquivos como la satisfacción (y su
contraparte: la frustración). Revisemos, ¿con qué intensidad vivimos la
satisfacción y la frustración? Qué moral se le puede aplicar al comportamiento
infantil que nos propicia esa actitud si a final de cuentas es un efecto
colateral del discurso dominante vía sus manifestaciones técnico-artísticas, y
no creo que haya sido advertido ya que orada a la misma sociedad norteamericana,
cada vez más exhausta con ser el emblema ideal de las sociedades humanas. Y si
bien la humanidad ha reaccionado positivamente al dar con la solución para
contrarrestar esta adoración por la intensidad, vía la realización íntegra del
individuo en concordia con la naturaleza (lo que nos da como resultado: salud
mental), el discurso oficial también ha reaccionado y lo ha vuelto un tema de
moda, sobreexpuesto, que le ha permitido apropiarse de ese discurso saludable
para pervertirlo y con ello desencantar al grueso de espectadores [Con plantear
situaciones en las que no todos merecen estar saludables o en las que no todos
pueden económicamente conseguir lo necesario para estar saludables], que ante
el desencanto retornan a la intensidad combatida, representada en lo cotidiano:
el respeto a la propiedad, iniciativas y deseos privados, por más retorcidos
que estos sean.
El
valor íntimo (“oculto” a los ojos de la sociedad) que le damos a la intensidad,
prioriza la satisfacción egoísta que sólo requiere de una actitud de
suficiencia, sin importar la naturaleza detonadora de la misma (vía sustancias,
prácticas, objetos o dispositivos). Una satisfacción que no requiere de cumplir
con expectativas de índole social ni familiar, se oculta en las tradiciones y
en las formas oficiales, pero también está presente en los sistemas
antisociales, contraculturales o de resistencia, vive en paralelo a nuestra
convivencia. Así, lo que no cumple el discurso dominante, la sociedad lo cubre
con permisiones (vicios, perversiones) que están fuera del presupuesto oficial,
pero cuyos efectos requieren de invertir más en instituciones de imagen y de
seguridad policiaco-militar, nunca en salud y educación porque, de hacerlo, se
hablaría de un Estado benefactor y no en lo que está convertido el Estado
malechor mexicano, por citar un ejemplo.